En 1930 Sigmund Freud publicaba un libro breve cuyo título pasaría a definir un síntoma y toda una época, El malestar en la cultura. El célebre psicoanalista se ocupaba de la función restrictiva que la cultura, entendida como construcción civilizatoria, ejercía sobre la naturaleza instintiva del ser humano. Advertía Freud de las consecuencias últimas del hecho cultural en las tendencias y la conducta de los individuos, en la generación del sentimiento de culpabilidad y el afán autodestructivo del ser humano.
El gran indagador en el subconsciente asociaba la naturaleza de la civilización a las exigencias de la estructura material de la sociedad. Por una vez en la obra del padre del psicoanálisis era posible establecer una secuencia entre (1) materialidad, (2) convenciones sociales y culturales y (3) comportamiento refrenado de los impulsos individuales; en otros términos, entre neurosis -en tanto frustración ante los ideales inalcanzables- y pulsión de destrucción.
No es una mala propuesta, para comenzar: “no atinamos a comprender por qué las instituciones que nosotros mismos hemos creado no habrían de representar más bien protección y bienestar para todos”, afirma. Añadía el afamado doctor una observación política, crítica con los máximos defensores de un sistema público destinado a proporcionar un mínimo de bienestar, de momento en el municipio de Viena “la roja”: los socialistas, escribía, no terminaban de acertar en sus soluciones debido a un exceso de idealismo, a la creencia en la posibilidad de modificar la naturaleza humana. Un exceso de idealismo le parecía contradictorio con la condición de las personas (sujeta a experiencias únicas, individuales y familiares) y contenía en sí mismo el desaliento al que estaba condenada cualquier previsión de un sistema protector que además de proveer de servicios fundamentales contemplara la educación social, esto es, la modificación última de actitudes y conductas, el sueño de una humanidad mejor.
Freud veía creía ver una creciente hostilidad general hacia la cultura. No podía atisbar hasta qué punto la hostilidad sería pronto incorporada por concepciones totalitarias que en pocos años se adueñaron de Europa en el nombre de un “idealismo” de otro signo, dispuesto a sustituir la autonomía de la sociedad por el dominio avasallador del Estado. En su reflexión de 1930 explicaba esta agresividad general del público como una respuesta, un despertar incluso, después de que se hubiese alimentado la neurosis bajo la presión de ambiciones ideales difundidas desde la cultura y a la par de la expansión de ésta.
A punto de cumplir un siglo, las observaciones de Freud lo mismo sirven para iluminar el guión de una película de Woody Allen que engrosan una de esas pretendidas promociones culturales de los periódicos: cubierta colorista en cartón, papel de ínfima calidad, uno de esos nuevos libros adquiridos para no ser leídos nunca pero que dan lustre a una biblioteca. ¿Estamos ante una nueva versión de la pulsión autodestructiva, del afán de poseer bienes de los que no se extrae otra utilidad que el beneficio para la empresa que nos los ofrece?
El mundo de la cultura, esa expresión reduccionista de la cultura, semejante a una tribu con hábitos y códigos selectivos empeñada en demostrar que nadie experimenta igual la vida que sus socios exclusivos, vida sobre la que no cesa de opinar en forma de creación -o de reiteración cuando el talento se ha agotado o no alcanza-, se entusiasma hoy día por pocas cosas que no sean el éxito en forma de reconocimiento y unos buenos ingresos. Queda un resto de casta, introvertida, refugiada entre las ruinas de una torre que los más presuntuosos creyeron de marfil. Como aspiran a un reino en otro mundo sin renunciar a las glorias del presente, se abstienen de implicarse en los asuntos del nuestro, ignorando la decepción que les aguarda a la mayoría.
El mundo de la cultura hace tiempo que no está para casi nada que no sea la profesión. La fábrica de neurosis ha devenido factoría de artificios. Y aún así, la gente de la cultura carece del brillo y la popularidad de los famosos, circunstancia que alimenta otros complejos. Lo saben bien los asesores de políticos cuando solicitan rostros prestados a sus spots electorales.
En algunos círculos queda un cierto sentido del papel que hubieran podido desempeñar. Guardo la edición regional de un periódico donde se anunciaba la movilización de más de mil intelectuales locales a favor de algo que he olvidado por completo. ¡Mil intelectuales en Valencia! No hubo tantos en cinco siglos de esplendor en la antigua Atenas ni en cien años los ha reunido juntos la Rive Gauche, el Village y Bloomsbury. Solo demuestra la disposición a ganar algún efímero protagonismo sin arriesgar opiniones personales.
El origen de nuestra neurosis colectiva habrá que buscarla en otro lugar.