Una lección del maestro Marichal

El 14 de agosto pasado, el periódico La Jornada, de México, publicaba una entrevista con Carlos Marichal sobre la crisis económica. Este es un extracto:

El mundo asiste a una crisis enorme y global que es infrecuente. Lo plantea Carlos Marichal, especialista en el estudio de las crisis financieras. En los últimos meses se han evidenciado grandes fallas en los mercados de crédito y capitales. También se ha puesto de relieve el poder que ejercen los intereses detrás de las grandes firmas financieras, sector que sigue empeñado en el mismo esquema de dominio que dificulta un proceso de redistribución del ingreso, añade el también profesor de El Colegio de México.

El proceso de concentración del ingreso a lo largo de los últimos decenios es quizá el problema crucial tanto en el norte como en el sur. Ello implica que la pobreza se vuelva estructural, al igual que el desempleo y el subempleo, dice en una entrevista con La Jornada el también autor de Nueva historia de las grandes crisis financieras. Una perspectiva global, 1873-2008, publicado en noviembre pasado.

Al incremento de las deudas públicas en Estados Unidos y en algunos países de Europa –que han superado con creces el valor de sus economías en varios casos– y a las dudas sobre la sostenibilidad de las finanzas públicas en esas naciones se atribuye el reciente episodio de inestabilidad financiera global, que llevó a la economía del planeta a una nueva situación de crisis cuando no se despejan del todo los efectos de la recesión de hace dos años. (…)

–¿Cuál es la razón por la que países de Europa y Estados Unidos llegaron a los niveles actuales de endeudamiento?

–Estamos frente a una gran crisis de deudas, fenómeno con el que ya estamos más que familiarizados en México y el resto de América Latina. No es casualidad que, salvo Italia, sean precisamente aquellos países que entraron a la Unión Europea desde fines de los años de 1980 los que han experimentado mayores desequilibrios en sus presupuestos y su endeudamiento. Con la integración europea, lograron obtener fondos estructurales de Bruselas que ayudaron a impulsar su crecimiento, especialmente en infraestructuras, y luego disfrutaron de fuertes inversiones extranjeras y domésticas. Pero desde fines de los años de 1990, comenzaron a acelerar notablemente su endeudamiento público y privado: en parte por las ventajas que ofrecían a sus gobiernos el tomar préstamos en euros a bajas tasas, pero también porque los consumidores en dichos países fueron alentados por la propia banca europea a endeudarse con base en la emisión de millones de tarjetas de crédito y la colocación de enorme cantidad de préstamos hipotecarios. Los habitantes de dichos países y gran parte de sus empresas están nadando en deudas, fenómeno que refleja un proceso muy acelerado de financierización de sus economías y de engrosamiento de sus bancos hasta el año del estallido de la crisis global en octubre de 2008.

En cambio, desde fines de 2008 hasta hoy, el aumento principal de las deudas se debe a que tanto los gobiernos como el Banco Central Europeo han corrido a rescatar y apuntalar a los bancos que estaban amenazados con posibles quiebras. Esta segunda y enorme ola de endeudamiento público es la que ha llevado a la crisis actual porque existen muchas dudas sobre la capacidad de pagos tanto del sector público como del privado, menciona Marichal. Al parecer, apunta, los bancos y los inversores no quieren aceptar un ajuste como el que los gobiernos europeos están intentando imponer a los ciudadanos, especialmente a los trabajadores, los jubilados y los pobres. (…)

–A estas alturas existe un consenso entre la mayoría de los autores que han analizado los orígenes de la crisis de 2008 y la recesión que le siguió, de que fueron los excesos de la desregulación financiera puesta en marcha desde los años de 1990 los que propiciaron conductas enormemente riesgosas de la mayoría de los bancos de inversión y compañías hipotecarias en el último decenio. Las burbujas bursátil e hipotecaria que hicieron estallar al sector financiero en Estados Unidos y Gran Bretaña en octubre de 2008 no fueron anticipadas ni moderadas por la Reserva Federal ni por el Banco de Inglaterra, sin duda los bancos centrales más influyentes a escala internacional, considera.

Pero estas burbujas, abunda, estaban asentadas, además, en un creciente y formidable endeudamiento de las economías y gobiernos de los países del Atlántico Norte en los últimos 20 años. Cita a Eric Toussaint quien en su más reciente libro Crisis global y alternativas, ha señalado el extraordinario grado de financierización de muchas de las economías más avanzadas: “En el año 2006 el monto de las deudas pública y privada representaba el siguiente porcentaje del producto interior bruto de los países considerados: 234 por ciento en el Reino Unido; 227 por ciento en España; 208 por ciento en Italia; 192 por ciento en Alemania;181 por ciento en Francia.”

(…) Si bien los sectores adinerados siguen acumulando, el mercado interno se encuentra en un atolladero porque el consumo de las mayorías no puede seguir creciendo debido al colapso financiero. No obstante, las crisis bursátiles profundas que están teniendo lugar recientemente también debilitan a los bancos y los principales grupos de inversores en Estados Unidos y Europa, apunta.

–Es frecuente escuchar que existe una crisis del actual modelo económico. ¿Cómo explicamos esa crisis? ¿Qué es lo que está en crisis?

–En realidad lo que está en cuestión es el viejo modelo de dominio de la economía mundial por los viejos países industrializados del Atlántico Norte y Japón. Durante más de un siglo su predominio industrial, tecnológico y comercial ha moldeado la dirección de la economía planetaria. Sus compañías mayores pasaron de ser multinacionales a globales y ello contribuyó a un fuerte proceso de acumulación en sus economías. Pero, al mismo tiempo, y en parte como resultado de este proceso, otras naciones empezaron a competir en diversos sectores industriales, primero dentro de sus propios mercados y luego a escala internacional: son especialmente notorias los avances de China e India

(…) En respuesta a su pérdida de hegemonía en la industria y comercio desde los años de 1980 se produjo un creciente dominio financiero a escala mundial de los bancos globales de Estados Unidos, Europa y Japón. Pero con la crisis de 2008, esta hegemonía financiera ha entrado cada vez más en cuestión. Por ello están cambiando los ejes dinámicos de la economía mundial del norte hacia el oriente y hacia el sur.

Marichal expone que en los países asiáticos como China y la India, así como en Australia y en Sudamérica, el crecimiento económico sigue siendo rápido, pues las deudas personales son bajas y el ahorro alto, lo que permite inversiones sostenidas y también un nivel razonable de consumo. Además, en muchos de estos países se han adoptado políticas financieras y monetarias diversas y más flexibles para confrontar la crisis: ya no están tan atados a la ortodoxia. El contraste entre el norte endeudado (con muchos países en recesión) y el sur acreedor (con economías dinámicas) refleja un cambio de 180 grados en la estructura y dinámica de la economía mundial.

–Se ha planteado que viene una nueva desaceleración económica. ¿Por qué esta nueva crisis cuando apenas se está dando vuelta a la de 2008-2009?

–Algunos analistas sostienen que se debe al agotamiento del dinero de los rescates de los gobiernos y de los créditos de los bancos centrales. Pero es evidente que también es porque los consumidores están excesivamente endeudados en Estados Unidos y Europa y están tratando de reducir sus deudas, reduciendo su consumo y sus hipotecas. Les queda poco dinero para gastar, y obviamente los millones de desempleados están todavía peor. Así es que hay un problema económico estructural que no puede resolverse fácilmente.

“De acuerdo con los economistas Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, la crisis actual es más que una gran recesión que puede resolverse con los instrumentos ya ensayados. Se trata más bien de una Gran Contracción de las economías y del crédito: una crisis enorme y global que es infrecuente, y que tiene parecido con el derrumbe económico mundial de los años 30, conocida como la Gran Depresión. En esa época fue la deflación lo que llevó al colapso profundo y hoy en día este peligro vuelve a asomar por el tamaño enorme de las deudas. De acuerdo con Rogoff, ello implica que no es suficiente la inyección de dinero por los gobiernos a través de rescates sino que es necesario reducir el conjunto de las deudas privadas, lo que puede lograrse a través de un aumento leve de la inflación: el economista citado acaba de sugerir que sería aceptable una tasa de 4 a 6 por ciento de inflación anual para relanzar el consumo y, por ende, la producción. Sin embargo, estos argumentos se enfrentan con la ortodoxia de la mayoría de los economistas y de los bancos centrales para quienes la inflación es anatema”, planteó.

–¿Cuál es entones el debate importante ahora? ¿Qué es lo que ha fallado y qué debe corregirse?

–La crisis global ha revelado graves fallas en los mercados financieros y por ello se ha puesto en marcha un complicado proceso de reformas a la regulación de los bancos, fondos de inversión y compañías de seguros. Se vienen realizando numerosas reuniones en todo el mundo para discutir estas reformas entre directivos gubernamentales y de la banca central y se ha publicado un número muy considerable de documentos, nuevos reglamentos y leyes referentes al sector financiero. Sin duda, algunas de las reformas propuestas son importantes y pueden reducir la especulación en el futuro, pero lo cierto es que no van a relanzar a las economías del Norte.

Para una transformación más a fondo se requiere un cambio de modelo, pero no resulta fácil dado el peso del sector financiero que sigue empeñado en el mismo esquema de dominio que dificulta un proceso de redistribución del ingreso. El problema del proceso de concentración de ingresos a lo largo de los últimos decenios es quizá el problema crucial tanto en el Norte como el Sur. Ello implica que la pobreza se vuelva estructural, al igual que el desempleo y el subempleo.

El historiador considera que para revertir estas tendencias se requieren adoptar nuevas políticas y nuevas formas de organización económica y social más equitativas. Pero las grandes compañías y bancos globales se oponen a ello porque argumentan que los aumentos salariales y las prestaciones sociales reducen su eficiencia y sus ganancias. “No reconocen que se ha llegado al límite del modelo de mercados y empresas siempre eficientes en tanto genera sociedades cada vez más desiguales, y por ende sujetos a más contradicciones internas y conflictos, lo cual pone en cuestión la gobernanza democrática”.

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El funeral de John Maynard Keynes

La I República española vendió Río Tinto y lo que hiciera falta para salvar el Estado, mientras sostenía dos guerras, colonial una, contra el integrismo de la derecha, la segunda. El 27 de agosto de 2011, ahora mismo, se acaba de acordar por el Partido Socialista y el Partido Popular enmendar la Constitución para establecer el límite del déficit público anual y de la deuda del conjunto de las administraciones. Asimismo, el acuerdo permite declarar que la atención de los intereses y del reintegro del capital gozará de prioridad sobre cualquier otro gasto público, pongamos la sanidad y la educación, la seguridad y la justicia, las pensiones y la conservación de guarderías, residencias de ancianos y museos, el cuidado de los discapacitados, el funcionamiento de los transportes, la limpieza de las calles y el tratamiento de residuos. Prioridad es prioridad. A ver si de una vez se enteran los mercados. Más alto y más claro no puede decirse.

La reforma de la Constitución ha sido pactada en dos días por los dirigentes de los dos principales partidos, sin aguardar a escuchar a los órganos de dirección del Partido Socialista ni a los diputados que han de votar el primer cambio que conoce la Carta magna debido a una iniciativa política. Todavía resuenan los ecos del movimiento que en las plazas de país, hace tres meses, con motivo para afirmarlo o en un exceso de criticismo, clamaban eso de “No nos representan”, para referirse al déficit democrático en las actuales democracias. Déficit por déficit, el democrático siempre resulta más caro a la sociedad.

El cambio se hará sin necesidad de acudir a un referéndum que lo ratifique o rechace porque, según se ha escuchado, la Constitución no obliga a ello para su reforma ni la enmienda afecta a derechos fundamentales. Es muy posible que el sofisma contenga su parte de razón: si los ciudadanos no podemos expresar en un referéndum nuestra opinión sobre los asuntos hurtados del debate constitucional de 1978, fundador de nuestra democracia, como la preferencia sobre la república, ni podemos revisar el Estado en sentido federal, mejorar la representatividad del Congreso de los Diputados, reducir y reconvertir el Senado en una cámara territorial, someter al jefe del Estado al imperio de la ley o suprimir cualquier preferencia de género en la sucesión a la Corona mientras se conserve la monarquía, por qué iba a solicitarse la opinión a contribuyentes, estudiantes, pensionistas y parados, al ciudadano común, sobre el futuro de los servicios y de las prestaciones públicas, a propósito de una cuestión tan técnica –se ha dicho- como el déficit en las cuentas y la preferencia de la atención de la deuda del Estado sobre cualquier otra obligación. Sólo que el sofisma alimentará actitudes anti-sistema cuando más preciso es devolver el protagonismo a la sociedad civil para ampliar la democracia frente a sus adversarios: los intolerantes, los mercados anónimos.

La receta, de paso, mete en cintura las cuentas de las Comunidades autónomas y limita su irresponsable capacidad de endeudarse, lo que podía haberse resuelto con una redacción más precisa de la actual Ley de Estabilidad Presupuestaria. Naturalmente, los valencianos, con la mayor deuda autonómica en relación al PIB y con los niveles más bajos de creación de riqueza y protección social en relación al número de habitantes, sabemos lo que ha sido un endeudamiento disparatado en los últimos dieciséis años, a menudo en beneficio de tramas empresariales corruptas y al servicio de la apropiación de recursos públicos por los gobernantes y el Partido Popular, según las imputaciones de los jueces y de la Fiscalía Anticorrupción. No era un problema doctrinal ni constitucional, era un modelo de saqueo de bienes públicos con el pretexto de crearlos.

La gestión dilapidadora del PP en la Comunidad Valenciana o en los ayuntamientos de Madrid y Valencia no era keynesianismo sino poner los recursos recaudados y los futuros a disposición de particulares y de políticos afines sin generar verdadera riqueza ni mejorar sustancialmente los servicios sociales.

Creíamos que había regresado Keynes, con la idea renovada de la primacía de la política y de lo público para ordenar los excesos del mercado, sobre todo, para reducir las incertidumbres futuras a las que deberíamos habituaros. Regresaba Keynes para salvar al capitalismo de sí mismo y, como recordaba Tony Judt (Algo va mal), para asegurar “las prudentes virtudes del ‘Estado de seguridad social’ ”. Y lo que llegan son algunos dirigentes iluminados de la socialdemocracia española, después de un mal verano, y sostienen que únicamente la estabilidad presupuestaria es de izquierda, que en política fiscal y presupuestaria la diferencia entre derecha e izquierda consiste en gastar peor o mejor, al servicio del interés general o de intereses particulares o especulativos. Pero el volumen del gasto –de repente ha desaparecido la noción de inversión, y de inversión a crédito, algo que quizá comprendan las familias prudentes y hasta las endeudadas, pero que es difícil trasladar al mundo empresarial y al de la administración pública- ha de ajustarse a los ingresos (¿sin elevar  los impuestos?), una vez deducidos los pagos por la deuda.

Al comienzo del verano la Fundación Ideas, laboratorio impulsado por el Partido Socialista, reunía al consejo internacional de asesores, del que forma parte Joseph Stiglitz, el Premio Nobel de Economía. Stiglitz es un neokeynesiano convertido de repente por sus amigos españoles en un irresponsable al sostener que mediante presupuestos expansivos y el uso inteligente del déficit no solo es posible acometer políticas anticíclicas, sino que los costes de ponerse en la senda del crecimiento pueden ser menores. Las mismas opiniones han sido expresadas esta semana por el socialista Josep Borrell, ex ministro con Felipe González, ex candidato a la presidencia del gobierno, ex eurodiputado, ex presidente de la Eurocámara.

La opinión se encuentra entre atónita, por agradablemente sorprendida, y absolutamente perpleja. La derecha impura y dura no acaba de creer que una carta del Banco Central Europeo con algunas advertencias de próximos movimientos desestabilizadores sobre la deuda española haya podido más que varios meses de hostigamiento del Tea Party a la administración Obama, que finalmente ha logrado evitar la enmienda constitucional en los Estados Unidos que consagra el equilibrio presupuestario a cambio de hacer grandes concesiones en el recorte del gasto público, para mantener el déficit en torno al 8,5%, dos puntos por encima de la previsión española para 2011.

La izquierda perpleja no termina de comprender lo sucedido y si nos atenemos a lo visto, escuchado y leído, se encuentra dividida. Unos se preguntan qué sabe –y calla- Zapatero y su círculo íntimo sobre una inminente ruina de las finanzas de la nación, para que haya accedido a la “regla de oro” impuesta por el dúo Merkel-Sarkozy, se haya ganado la complicidad de Rubalcaba (con argumentos que despiertan sonrojo) y haya conseguido persuadir a la gran mayoría de sus diputados, tarea menos difícil en periodo de elaboración de listas electorales; no sé si la opinión de Judt sobre la Cámara de los Comunes podría trasladarse a nuestras Cortes: “reducto de enchufados, subordinados, serviles y pelotas profesionales”).

La otra izquierda (incluidos algunos socialistas), ya se sabe, con pulsión entre apocalíptica y autodestructiva, anuncia el suicidio de la izquierda, cuando quiere decir de la socialdemocracia española.

La muerte de Keynes tendrá su esquela en la Constitución española en forma de artículo 135. Sus teóricos deudos no se muestran demasiados compungidos y presumen de dar muestras de sacrificio en pos de evitar la zozobra de la economía española, a la vez que expresan dudas sobre si la solución será efectiva. ¿Cómo se reinventará la socialdemocracia del siglo XXI para hacer viable y creíble el futuro del Estado del bienestar?

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Rebelión en la granja

De repente, el juego más salvaje se apodera del lenguaje político en la Unión Europea a propósito del rescate de una bancarrota segura de tres Estados (Portugal, Irlanda y Grecia) y la amenaza que se cierne sobre el restante integrante del cuarteto pigs, España, al que a última hora se ha unido entusiasta la Italia de Berlusconi y el bunga-bunga.

Si hubo en los años ochenta y noventa se habló de tigres asiáticos para calificar el despertar económico del área Asia-Pacífico, en la primera década del siglo XXI se acuñó el acrónimo bric, que suena a algo así como rotura, para reunir a las potencias emergentes (rompedores, desafiantes), y al llegar la recesión comenzó a hablarse del grupo de países pigs, cerdos, la débil eurozona. El ingenio de los comentaristas económicos es inagotable.

La receta de lo que queda de la Unión Europea se parece demasiado a la aplicada en los años 1980 en Latinoamérica por recomendación del FMI: recorte del gasto público, equilibrio fiscal –con lo que eso significa en países de baja presión tributaria-, privatización del sector público, desde la banca, el transporte, la generación de energía y la telefonía y a los servicios de abastecimiento. Ayuda financiera y renegociación de la deuda a cambio de una transformación del modelo económico y de las prestaciones del Estado, con plena garantía a la inversión externa y al pago de los créditos internacionales. El resultado es bien conocido: la liquidación del sector público a precio de ganga a cambio de servicios más caros y por lo general no más eficientes, una banca o unas telefonías –en muchos casos- en manos extranjeras con niveles de ganancias que compensan sus resultados en Europa y los Estados Unidos, un descenso brutal en el nivel asistencial de la población, el retorno de niveles de pobreza y de enfermedades superadas medio siglo atrás, un descenso general del nivel educativo básico, la fuga del capital humano más joven y mejor capacitado.

Sobre la génesis histórica de la deuda externa latinoamericana escribió un espléndido libro Carlos Marichal. Los resultados de las políticas impuestas por el FMI están a la vista. El descenso a los infiernos consumió en América Latina más de tres lustros. Ahora varios de esos países forman parte de las economías emergentes, con altos niveles de crecimiento (menos México), con centros urbanos más modernos (y peligrosos), con una nueva hornada de nuevos ricos muy parecidos a los anteriores pero más hechos a ganar en medio de las contrariedades ajenas. Lo que no ha cambiado ha sido la desigualdad, profundizada en las tres últimas décadas, los niveles de pobreza extrema (corregidos únicamente en el Brasil de Lula), los porcentajes de escolarización, el grado medio de los estudios superiores. Pasen y vean, público europeo, pigs y asociados, lo que les aguarda, entre otras causas, por los desmanes de quienes no responderán ante la historia ni ante los tribunales de justicia; por evitar ahora una quiebra que puede resultar fatal para las generaciones presentes pero también para los sistemas financieros y las economías de los Estados acreedores.

Aunque sólo fuera como un ejercicio intelectual, alguien podría pensar que mejor una bancarrota a tiempo que un suicidio colectivo después de años de decadencia forzada. Tal vez ha llegado la hora de reeditar la rebelión en la granja, en lugar de secundar, dóciles, los llamamientos a la responsabilidad mientras los asesores de Angela Merkel recomiendan que las ayudas de la Unión Europea a los países en dificultades sean avaladas con las reservas de oro y los activos industriales de los destinatarios. ¿Y por qué no, con reservas de minerales y de materias primas? En 1873, la República española, sin crédito internacional, sin tiempo para modificar el sistema tributario, vendió al mejor postor las minas de Río Tinto, el mayor yacimiento europeo de cobre, que pasó a manos británicas.

Podría pensarse igualmente en el patrimonio artístico nacional. ¿Será garantía suficiente lo que queda en Atenas del Partenón, o es mejor ceder la soberanía de las islas del Egeo, como jocosamente solicitó algún periódico alemán al inicio de la crisis? ¿Y si Portugal cediera las Azores al trust de Estados acreedores? La perspectiva podría resolver el tan manido asunto de la conversión de Mallorca en un nuevo länder. ¿Sería razonable canjear la isla, con su deuda autonómica a cuestas y los casos judiciales de corrupción con ella, por la condonación del coste de un presunto rescate del amigo alemán a España?

Vaya. Al final, la reinvención del capitalismo… ¡era esto!

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¿Quién se comió al domador?

A finales de 2009 podíamos leer en un suplemento semanal las opiniones de Javier Marías acerca de la manía intervencionista del Estado en las vidas de los ciudadanos. Convengamos que escribir una página cada siete días cuando se tiene en la cabeza una nueva obra maestra de la literatura universal es un fastidio.

Marías la emprendía entonces contra la política de nuestro país, contra Zapatero y los segundos mandatos presidenciales, tan dados a pervertir la democracia: tan pronto Aznar metió a España en la guerra de Irak, afirmaba, como Zapatero ha decidido imponer una política de salud pública incluso al resistente club de los amantes del cáncer y de las enfermedades cardiovasculares. ¡Pues no ordenó suprimir el tabaco en todos los espacios públicos! Estos socialdemócratas, lo que quede de ellos, acordaban en su segundo mandato políticas atentatorios contra los derechos del individuo, el fin de la democracia, vamos. Algunos pensaron que era otra voz ganada, si no para el apocalíptico cardenal Rouco Varela, al menos para Esperanza Aguirre y su liberalismo a tiempo parcial.

Contra esto y aquello los escritores quedan mejor. Casi parecen intelectuales. Solo que en lugar de asumir causas complicadas, y por lo mismo, perdidas, en los tiempos que corren se inquietan por las opiniones ajenas, las políticas sanitarias y, si se tercia, el abuso de poder en Cuba y en el palacio de la Moncloa.

Pues resulta que el tiempo ha dado la razón a quienes pusieron en duda la cruzada gubernamental sobre nuestro bienestar. Más cornadas dan el hambre, el desempleo, la humillación de cobrar el reducido subsidio familiar, el desahucio de la vivienda, la sombra que planea sobre la conservación del puesto de trabajo después de la reforma laboral aprobada por el gobierno que posibilita expedientes de reducción de plantillas a las empresas saneadas que prevean entrar en pérdidas a corto plazo. En medio de la tormenta, los sucesivos recortes del Estado del bienestar han sido justificados por sus autores con el pretexto de salvarlo de sí mismo y de la amenaza terrible de una derecha que siempre lo ha considerado desmesurado, inviable conforme al estado de las cuentas públicas españolas, dicho por quienes suprimieron los tributos a los grandes patrimonios y el impuesto de sucesiones, redujeron la carga impositiva a sociedades y rentas medias, en definitiva, a quienes mermaron las fuentes de los ingresos públicos.

Como sentenciaba jocoso Thomas De Quincey, “si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse”. En la Comunidad Valenciana se comienza por el asesinato del alcalde de Polop y se termina falsificando certificados fitosanitarios y cargándole la cuenta del sastre -y de paso los gastos electorales del partido- a las empresas adjudicatarias de obras y servicios. Algún límite, digo, habrá de considerarse en el descenso a ninguna parte.

Jorge Semprún resume en sus memorias (Federico Sánchez se despide de ustedes) la batalla que se libraba al final de los años ochenta en el seno del socialismo español entre la moderna socialdemocracia y el arcaico populismo izquierdista. Había que aceptar plenamente el capitalismo, despojándose de ideales y prejuicios ideológicos (gato blanco, gato negro, lo importante es que cace ratones), si es que se quería llegar a dominar ese capitalismo, someterlo a ciertas reglas que posibilitaran la redistribución.

Al final del ciclo expansivo, al termino del segundo ciclo de gobierno socialista en la España democrática, el mercado financiero, quintaesencia del capitalismo, se ha zampado al gato, al ratón… y a la moderna socialdemocracia, impregnada de un idealismo superior al de la socialdemocracia clásica: si una quiso modificar la naturaleza humana (¿recuerdan a Freud?), la otra pretendió domesticar la naturaleza indómita de los mercados. Dicho sea de paso, esa naturaleza poco tiene de autónoma en su proceder, pues a la vista está que ha sido auxiliada por políticos con una agenda muy definida: primero, a comienzos de los noventa, aprovecharon el final de la Guerra Fría para liquidar los consensos de la postguerra y las complejas regulaciones que salvaron al capitalismo de la Gran Depresión a la vez que sentaban las bases del Estado Providencia en sus diferentes grados y modelos; después, en 2008, en pleno estallido de la crisis financiera, anunciaron pomposamente la necesidad de refundar el capitalismo (dijo Sarkozy). Ilusos, los auditorios creyeron en un retorno a las soluciones reformadoras del pasado, la regulación inmediata de las operaciones especulativas, la humanización del mercado, el retorno de las generosas ayudas de salvamento a grandes empresas en forma de dividendos sociales y nuevos pactos.

Contra aquello y contra esto, nuestros intelectuales permanecen prácticamente mudos. En el mejor de los casos, manifiestan su simpatía por el Movimiento 15-M, los jóvenes y excluidos, convertidos, de pronto, en conciencia moral y revulsivo ante tanto desmán y tanto conformismo. ¿Será una mera reacción de malestar ante la neurosis ocasionada por viejos idealismos caducos y, quizá con más razón, de neurosis alimentadas por la machacona afirmación sobre el final de los ideales sacrificados al más discreto de los mundos posibles?

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El nuevo malestar en la cultura

En 1930 Sigmund Freud publicaba un libro breve cuyo título pasaría a definir un síntoma y toda una época, El malestar en la cultura. El célebre psicoanalista se ocupaba de la función restrictiva que la cultura, entendida como construcción civilizatoria, ejercía sobre la naturaleza instintiva del ser humano. Advertía Freud de las consecuencias últimas del hecho cultural en las tendencias y la conducta de los individuos, en la generación del sentimiento de culpabilidad y el afán autodestructivo del ser humano.

El gran indagador en el subconsciente asociaba la naturaleza de la civilización a las exigencias de la estructura material de la sociedad. Por una vez en la obra del padre del psicoanálisis era posible establecer una secuencia entre (1) materialidad, (2) convenciones sociales y culturales y (3) comportamiento refrenado de los impulsos individuales; en otros términos, entre neurosis -en tanto frustración ante los ideales inalcanzables- y pulsión de destrucción.

No es una mala propuesta, para comenzar: “no atinamos a comprender por qué las instituciones que nosotros mismos hemos creado no habrían de representar más bien protección y bienestar para todos”, afirma. Añadía el afamado doctor una observación política, crítica con los máximos defensores de un sistema público destinado a proporcionar un mínimo de bienestar, de momento en el municipio de Viena “la roja”: los socialistas, escribía, no terminaban de acertar en sus soluciones debido a un exceso de idealismo, a la creencia en la posibilidad de modificar la naturaleza humana. Un exceso de idealismo le parecía contradictorio con la condición de las personas (sujeta a experiencias únicas, individuales y familiares) y contenía en sí mismo el desaliento al que estaba condenada cualquier previsión de un sistema protector que además de proveer de servicios fundamentales contemplara la educación social, esto es, la modificación última de actitudes y conductas, el sueño de una humanidad mejor.

Freud veía creía ver una creciente hostilidad general hacia la cultura. No podía atisbar hasta qué punto la hostilidad sería pronto incorporada por concepciones totalitarias que en pocos años se adueñaron de Europa en el nombre de un “idealismo” de otro signo, dispuesto a sustituir la autonomía de la sociedad por el dominio avasallador del Estado. En su reflexión de 1930 explicaba esta agresividad general del público como una respuesta, un despertar incluso, después de que se hubiese alimentado la neurosis bajo la presión de ambiciones ideales difundidas desde la cultura y a la par de la expansión de ésta.

A punto de cumplir un siglo, las observaciones de Freud lo mismo sirven para iluminar el guión de una película de Woody Allen que engrosan una de esas pretendidas promociones culturales de los periódicos: cubierta colorista en cartón, papel de ínfima calidad, uno de esos nuevos libros adquiridos para no ser leídos nunca pero que dan lustre a una biblioteca. ¿Estamos ante una nueva versión de la pulsión autodestructiva, del afán de poseer bienes de los que no se extrae otra utilidad que el beneficio para la empresa que nos los ofrece?

El mundo de la cultura, esa expresión reduccionista de la cultura, semejante a una tribu con hábitos y códigos selectivos empeñada en demostrar que nadie experimenta igual la vida que sus socios exclusivos, vida sobre la que no cesa de opinar en forma de creación -o de reiteración cuando el talento se ha agotado o no alcanza-, se entusiasma hoy día por pocas cosas que no sean el éxito en forma de reconocimiento y unos buenos ingresos. Queda un resto de casta, introvertida, refugiada entre las ruinas de una torre que los más presuntuosos creyeron de marfil. Como aspiran a un reino en otro mundo sin renunciar a las glorias del presente, se abstienen de implicarse en los asuntos del nuestro, ignorando la decepción que les aguarda a la mayoría.

El mundo de la cultura hace tiempo que no está para casi nada que no sea la profesión. La fábrica de neurosis ha devenido factoría de artificios. Y aún así, la gente de la cultura carece del brillo y la popularidad de los famosos, circunstancia que alimenta otros complejos. Lo saben bien los asesores de políticos cuando solicitan rostros prestados a sus spots electorales.

En algunos círculos queda un cierto sentido del papel que hubieran podido desempeñar. Guardo la edición regional de un periódico donde se anunciaba la movilización de más de mil intelectuales locales a favor de algo que he olvidado por completo. ¡Mil intelectuales en Valencia! No hubo tantos en cinco siglos de esplendor en la antigua Atenas ni en cien años los ha reunido juntos la Rive Gauche, el Village y Bloomsbury. Solo demuestra la disposición a ganar algún efímero protagonismo sin arriesgar opiniones personales.

El origen de nuestra neurosis colectiva habrá que buscarla en otro lugar.

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La manía de documentarse (II): El sueño del celta

En El sueño del celta, su última novela, Vargas Llosa se ocupa de la figura de Roger Casement, un hombre ávido de aventuras que entró al servicio del Imperio británico y más tarde levantó acta de dos de las mayores atrocidades del siglo XX, en el Congo y el Amazonas, para terminar sus días condenado por alta traición y connivencia con el enemigo, pues en plena guerra contra Alemania tuvo la peregrina idea de buscar su alianza para que respaldase una invasión de Irlanda y lograr con ello la independencia de la isla, después de convertirse al nacionalismo.

Para documentarse, Vargas Llosa disponía de los memoriales escritos por Casement y que recientemente han sido publicados en español como La tragedia del Congo (con textos de otros autores, como Mark Twain) y Diario de la Amazonía (Ediciones del Viento, 2010 y 2011). En ellos se ilustran los abusos, la crueldad de las explotaciones colonial en África y en la frontera peruano-colombiana a propósito del acopio del caucho, así como la magnitud de la tragedia. El fantasma del rey Leopoldo, un libro de Adam Hochschild (Península, 2007), es el mejor estudio documentado sobre el horror congoleño.

Son buenos ejemplos para meditar sobre el origen de las prácticas de terror y exterminio genocida, previo al desarrollo de las ideologías totalitarias, siempre que sigamos considerando al colonialismo (y a la neocolonización interna en ciertas naciones) ajeno a tales fenómenos y no como su antecedente directo, sólo que llevado a cabo por occidentales –Estados y empresas privadas- desde supuestos políticos y económicos liberales y en nombre de la civilización.

Vargas Llosa contaba además con la información hemerográfica sobre el proceso a Casement y aprovecha, tal vez en exceso, la campaña de difamación que se siguió por la orientación homosexual del reo, para construir una vertiente bastante libidinosa del sujeto, convirtiendo cada inclinación real o imaginaria en una mórbida transgresión.

En lo que hace a la primera parte del libro, la experiencia en el Congo, por más que discuta a Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas tiene garantizado un lugar en los lectores de hoy y de mañana; tengo la impresión que el texto de Vargas Llosa, tenebroso como un informe oficial, del que no consigue despegarse, y reiterativo en la descripción de los excesos, queda bastante por detrás del clásico, a pesar de una buena pluma que nadie le discute.

Sostiene Vargas Llosa, a través de Casement, que la explicación de Conrad sobre el envilecimiento del alma humana y las condiciones en que aflora a la superficie en un medio bárbaro no hacían justicia al continente negro y, a la postre, respondía a una visión lastrada por cierto catolicismo y su concepción del mal absoluto. Pudiera ser. Sin embargo, nunca me ha parecido ver en Conrad reminiscencia alguna de dilemas morales auspiciados por principios religiosos sino una indagación constante sobre los pliegues de la conciencia y las contradicciones del ser humano, capaces de construirse su propio infierno sin necesidad de ninguna maldición divina o de la condena por sus debilidades.

Vargas Llosa tampoco atribuye al capitalismo liberal y expansionista la razón última de los crímenes cometidos durante la colonización de África o la explotación de los nativos de la Amazonía. El prejuicio que vela la evidencia, en este caso, sin ser religioso, participa del mismo fundamentalismo de la religión vivida intensamente. Su credo económico le aleja de esta interpretación, que juzgaría esquemática, simplificadora, materialista vulgar y de conclusiones amenazadoramente anticapitalistas.

Para Casament/ Vargas Llosa, el móvil de las atrocidades cometidas en la explotación del caucho se resume en la codicia humana, el afán desmedido de riqueza obtenida a cualquier precio y a costa del sacrificio de vidas ajenas. La codicia ha sido la explicación que hemos escuchado al banquero Bernard Madoff al razonar la confianza que llevó a ilustres inversores a confiarle sus ahorros. La codicia fue la explicación ofrecida por Barack Obama al explicar la conducta de las entidades financieras de Wall Street en la reciente crisis, como si las desregulaciones del mercado de capitales de las últimas décadas hubieran sido ajenas al fatal desenlace.

Al final, el dilema se resuelve en términos morales y al recurso a uno de los pecados capitales tipificados por el cristianismo. Es el ser humano y no un determinado sistema y la moral que lo auspicia el culpable de la tragedia. No podía ser de otra manera, conforme a su determinada manera de pensar.

Escritor puntilloso, Vargas Llosa viajó al Congo actual para documentarse. Los créditos anexos a la novela dan cuenta de numerosos agradecimientos a quienes facilitaron su periplo.

El autor, en cambio, nunca se preguntó por el destino del caucho que con tanto afán despiadado se hacía recolectar a los nativos. En un pasaje, de pasada, menciona el progreso de los países civilizados –la motorización- y la demanda de la industria del automóvil. Claro, que cuando Casament efectuó su indagación sobre el Congo, en 1903, la industria del automóvil todavía distaba de ser industria, y cuando viajó al Amazonas, en 1910, el caucho sólo en una pequeña parte se destinaba a los neumáticos de los vehículos. Al parecer, es un detalle insignificante. La codicia comienza y termina en quien la alberga. El interés, en cambio, es social, puede reconocerse en una sociedad y en un sistema.

Buena parte del progreso que facilitaba la vida en los países adelantados precisaron en un momento dado del látex, del mismo modo que más tarde los derivados del petróleo darían lugar, entre otras, a las fibras sintéticas. El material médico, los laboratorios farmacéuticos, la industria química, los artefactos relacionados con las instalaciones higiénicas de las viviendas, las telas impermeabilizadas (el familiar hule), los juguetes, las pelotas de tenis o de basket, las gomas de borrar, los depósitos de tinta de las plumas estilográficas y un sinfín de artículos que hacían la existencia más cómoda empleaban goma rígida o flexible, fabricada con el látex originado en el caucho. Luego llegó el automóvil y la demanda creció de forma exponencial.

Nadie en el Occidente avanzado quiso saber nunca la modalidad de trabajo a la que se recurría para producirlo. Como muy pocos, un siglo después, se preguntan por las condiciones de la mano de obra de la India, Tailandia, Indonesia o China cuando compran calzado deportivo, una prenda de vestir o un artefacto electrónico. Menos aún sobre las condiciones laborales en numerosos sectores de América Latina. El sistema continúa, sin recurrir al terror de los golpes y las amputaciones, en una miseria extrema y sin horizonte paliativo porque el Estado se abstiene de regulaciones y de redistribuir la renta mediante servicios básicos como educación, sanidad y otras prestaciones complementarias que requieren de un régimen fiscal equitativo y progresivo. En el universo ideológico ultraliberal de Vargas Llosa, eso es un intervencionismo que frustra la iniciativa individual. Un paso más y llega la denuncia de los populismos como la mayor de las tragedias que azotan el continente del que es originario. Otro, y alerta de la amenaza de nuevos totalitarismos que en su opinión, a menudo, germinan en utopías imposibles. Algunos lo llaman compromiso con la sociedad. Sin duda lo es. También es literatura al servicio de una concepción ideológica.

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La manía de documentarse (I)

Ruibérriz, personaje recurrente de las novelas de Javier Marías, un buscavidas destinado a entrar por derecho propio en la historia de la literatura, en la última obra, Los enamoramientos, es mencionado en los quehaceres más diversos. Entre ellos, reúne documentación para “novelistas históricos puntillosos”, dice, detalles sobre el vestuario, los objetos, las costumbres de otra época, “todas esas cosas superfluas con las que los lectores se aburren y los autores creen lucirse”, añade el narrador.

Hay escritores que preparan sus novelas históricas por sí mismos. Durante una etapa leen y se documentan sobre el pasado, intentando impregnarse de detalles y en cierto modo del ambiente que después recrearán en sus ficciones, en busca de verosimilitud. Viene a ser como la construcción del decorado de la obra, la selección del vestuario y la preparación del atrezzo.

La información la creen tanto más imprescindible cuando la futura obra ha de versar sobre una figura histórica. A esa labor previa, a menudo, la llaman investigar. Puede llevar unas semanas en la hemeroteca, en los más puntillosos unos meses de lecturas. A un historiador profesional esas declaraciones, porque después suelen ilustrar el esfuerzo que han llevado a cabo para documentarse, viene a producirle una amplia sonrisa.

Cada novela es una novela histórica, se ha sostenido, pues excepto las que de manera deliberada se sitúan al margen del tiempo suceden siempre en un momento y éste, por definición, es histórico. Las mejores novelas históricas acontecen en el presente y en el tiempo vivido por el autor. Las buenas novelas poseen la verosimilitud ambiental que sabe transmitir la experiencia.

Hay novelas de época que son meras viñetas históricas y dependen en buena medida de ese cúmulo de “cosas superfluas” para existir y ser reconocidas en el género. Otras, las destinadas a perdurar y a entrar en la categoría de literatura, sostienen argumentos fuertes por sí mismos, que han buscado el cobijo de un personaje histórico o una época en la que encuentran su máxima expresión. Pienso en El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi de Lampedusa o las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, cuya elaboración consumió casi media vida de los autores, posiblemente menos debido a la labor de documentación que al trabajo con las palabras y las situaciones. Pienso también en El siglo de las luces y en las restantes novelas de Alejo Carpentier sobre el ciclo revolucionario de las Antillas, en El general en su laberinto, de García Márquez, en su recreación de Simón Bolívar. En fin, en la saga sobre la familia Claudia por Robert Graves. Son obras muy diferentes a lo que habitualmente encontramos en las librerías a la cabeza de ventas bajo ese rótulo, peripecias de ambiente histórico que guardan una relación con la época similar a la literatura de ciencia ficción con el futuro redactada por autores sin base científica efectiva. O series de televisión, tan disparatadas y de tanto éxito, como Los Tudor.

Mario Vargas Llosa, flamante premio Nobel de Literatura en 2010, después de escribir vibrantes obras que tomaban por escenario el mundo en el que había crecido y vivido, llegado un momento, dio un giro a su carrera literaria y decidió ambientar sus historias en episodios del pasado y en una u otra figura que llamaba su atención. El gran público, ajeno a la literatura experimental de sus primeras obras, se lo agradeció. La guerra del fin del mundo, sobre las revueltas milenaristas del Amazonas, La fiesta del Chivo, sobre la figura y muerte del dictador Trujillo, El paraíso en la otra esquina, sobre el pintor Gauguin y la feminista peruana-francesa Flora Tristán. Todas son, de hecho, novelas de tesis, por lo común con un componente ideológico fuerte. Todas se leen bien en el verano y todas poseen algún grado de verosimilitud. Las campañas de promoción de sus editores suelen incluir reportajes en los que ilustra su pasión por documentarse y hasta por visitar los lejanos lugares donde una vez habitaron sus personajes.

Cualquier historiador encontrará sin dificultad en las obras citadas costuras documentales mal punteadas y algún que otro anacronismo. En La fiesta del Chivo, en mi opinión, la más lograda de las novelas de este ciclo, los dominicanos hallaron excesivas deudas con la bibliografía disponible, a pesar de que residió un tiempo en la isla y le dieron todas las facilidades en el Archivo General de la Nación para que pudiera consultar los papeles del dictador. Algún autor puntilloso presentó demanda por plagio.

Hasta llegar a El sueño del celta (2010), publicada en coincidencia con la concesión del Nobel, convertida por ello en obra de amplia difusión. A ella dedicaremos el próximo comentario.

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Agota Kristof

Nos trae el periódico del 28 de julio la necrológica de Agota Kristof. Fue una exiliada húngara que pasó media vida en Suiza trabajando en una fábrica de relojes y, entre tanto, mientras rehacía la suya, descubrió en la escritura una segunda existencia alejada del monótono quehacer ante una herramienta que producía una única y minúscula pieza, si hemos de creerla trasunta en ese aspecto del protagonista de su novela Ayer. Comenzó a publicar pasados los cincuenta, una edad considerada tardía para estos menesteres. Comenzó a escribir al menos al mismo tiempo que se familiarizaba con la lengua francesa, que haría suya.

Me confieso lector reciente de Kristof. Me la descubrió hace poco mi editor Manuel Fernández-Cuesta, que además de llevar la dirección de Península tiene a su cargo el sello El Aleph, el catálogo donde se encuentra la obra de esta escritora tan reconocida internacionalmente –ha sido publicada en una treintena de países- como destinada en España a reducidas minorías.

Manganelli escribió de su prosa que “anda como un títere homicida”. No le hacía justicia. ¿Quién desea entregarse a unas letras cuyo símil es una suerte de falso autómata de instintos criminales? Tal vez el crítico, jugando una vez más al malditismo, pretendía decirnos que Agota Kristof había depurado un estilo tremendamente sobrio y frío al diseccionar las relaciones humanas, algo bastante exacto; pero no así cuando la autora se ocupa de los personajes, niños y adultos, por los que despliega, en su desamparo y en sus reacciones fuertes, ternura y comprensión. “Vosotros, los extranjeros, siempre estáis haciendo colectas para las coronas, vais de entierro sin parar”, sostiene un suizo ante la frecuencia con la que los emigrados convertidos en emigrantes, en apariencia, sociables y alegres, despachan su soledad. “Yo le respondo: -Cada uno se divierte como puede”. Suena como un trallazo.

Leo en la necrológica que su obra “es un análisis sin contemplaciones de los afectos familiares”. La definición de Rodríguez Marcos no puede ser más certera. Alude a la constante que preside sus novelas, ciertamente severa, alejada por completo del estilo divertido con el que Gerald Durell diseccionaba en Mi familia y otros animales el entorno familiar de su juventud, en Corfú, en un ambiente excéntrico y cultivado.

En cada libro de Agota es posible encontrar mucho más que el núcleo que preside el relato. Los aspectos secundarios, en ese sentido, adquieren valor por sí mismos. Sea cuando registra las dificultades y las frustraciones de un grupo de emigrantes en la próspera Centroeuropa de los años cincuenta y sesenta, de absoluta actualidad ante los movimientos de población de las dos últimas décadas, o cuando manifiesta el acto crítico de convertir las ideas en escritura: “En general, me contento en escribir dentro de mi cabeza”, afirma el protagonista de Ayer, aspirante a escritor. “Es mucho más fácil”, continúa. “En la cabeza todo se desarrolla sin dificultad. Pero en cuanto se escribe los pensamientos se transforman, se deforman, y todo se vuelve falso. A causa de las palabras”.

A causa de las palabras, al miedo reverencial a que nos traicionen, a que nos arrebaten nuestros pensamientos y terminen por modelarlos de una forma autónoma, ajena al autor que los piensa y acomoda donde nacen y tienen su espacio natural, tantas veces posponemos el acto de la escritura.

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Alberto Fabra, un hombre pragmático…


Alberto Fabra, hasta hace unos días alcalde de Castellón de la Plana, se ha convertido en presidente de la Generalitat Valenciana por decisión personal de Mariano Rajoy y el consentimiento de Francisco Camps, después de la dimisión obligada del segundo tras ser convocado a juicio por un caso de cohecho.

Los medios de comunicación han elogiado el espíritu dialogante y conciliador del nuevo presidente, en contraste con su predecesor. Bastaron unas declaraciones bienintencionadas para que se le concediera un voto de confianza.

Conciliador sí lo es. En el comité electoral que ha de preparar la campaña de las generales acaba de incluir a miembros de todas las familias y de casi de todas las causas judiciales que el PP tiene abiertas en la Comunidad Valenciana: están David Serra, implicado en la causa Gürtel; Mónica Lorente, por la causa Brugal; Andrea Fabra, hija de Carlos Fabra, ex presidente de la diputación de Castellón que da nombre a su causa; Jorge Bellver, concejal valenciano de urbanismo procesado por prevaricación a favor del empresario Enrique Ortiz, el mismo de las causas Gürtel y Brugal; y Rafael Blasco, que junto a su colaborador Josep María Felip, tienen presentada una denuncia por desvío de fondos de la consejería de Bienestar a ONG’s que destinaban los recursos a fines particulares y presuntamente servían de pantalla a partidos fantasma que minaban el electorado de la oposición. Hasta ha incorporado al sector de Alfonso Rus, el único presidente provincial que no está en el punto de mira de la Justicia. Esto sí es pacificar el partido, implicando a todos. Por algo Valencia fue sede del encuentro mundial de las familias, bien que entonces se aprovechó el evento y la visita del papa para escamotear varios millones de euros cuyo paradero todavía está en busca y captura. No hay como repartir juego y cerrar un pacto de omertá para sellar la lealtad interna.

Alberto Fabra se ha definido como un político pragmático. A fe que lo es. Lleva en el ayuntamiento de Castellón desde 1991 y en 2006 heredó la alcaldía por renuncia de su predecesor. Ha compartido listas electorales con Carlos Fabra, el gran maestre de la Orden del clientelismo Popular en su capítulo provincial. Tan amigo de sus amigos, su carrera se ha realizado siempre a la sombra de su protector, con quien comparte apellido y concepción de la política de partido. Después de los últimos comicios tuvo la ocurrencia de proponer la designación del ex presidente de la Diputación, Carlos Fabra, que en los próximos meses puede comparecer ante el juez para responder de los delitos de tráfico de influencias, incremento patrimonial injustificado y delito contra la Hacienda pública, como concejal no electo, una figura que posibilita disfrutar de la condición y retribución de regidor, sin voto en el pleno pero con las competencias que se le asignen. Carlos Fabra expresó su deseo de asumir la delegación de policía local. Con su peculiar sentido del humor, anunció que le gustaría volver a ser el sheriff del condado. El ofrecimiento no prosperó después de que se levantaran algunas voces internas -¿de la calle Génova, cuartel general del PP nacional?- recriminando la operación.

Alberto el pragmático ha gobernado su municipio con discreción y mano firme, prescindiendo de consensuar nada con la oposición, conservando la herencia que recibió y siguiendo las directrices del gran patrón provincial. Castellón, para quien no conozca la ciudad, debe ser el lugar de España, después del Valle de los Caídos, que conserva más símbolos de la dictadura franquista. El mejor exponente de ese homenaje constante al pasado fascista lo encontramos en el Colegio Público Ramón Serrano Súñer. Se trata de un centro educativo gestionado por la Generalitat que hace unos años, con motivo de su remodelación, conservó el nombre anterior a petición del ayuntamiento de la ciudad, pues éste, con Alberto de concejal, no encontró motivos para alterarlo.

Serrano Súñer, el siniestro ministro de la Gobernación y de Asuntos Exteriores en la inmediata posguerra, el de la alianza con Roma y Berlín, anfitrión de Himmler y de Ciano, amigo de la plana mayor del régimen nazi, durante su juventud residió por breve tiempo en Castellón, donde su padre, ingeniero, ejercía un puesto en el puerto. Una vez encumbrado al poder y después de ser destituido por su cuñado, Francisco Franco, conservó los lazos con la capital de la Plana y sirvió de mediador en las gestiones ante la alta administración de la dictadura. Vamos, un homenaje al clientelismo franquista.

La familia Serrano Súñer, a través de la fundación que perpetúa la memoria de quien bien podía haber sido sometido a un tribunal internacional acusado de crímenes contra la humanidad, concede periódicamente un premio de aplicación a los alumnos del colegio. Con motivo de la visita a la ciudad, las autoridades municipales agasajan a los familiares y les acompaña. Como si del premio Nelson Mandela se tratara. ¿Para qué cambiar las costumbres? Son las credenciales y el talante con el que Alberto Fabra llega a la presidencia de la Generalitat. ¿Es el hombre que precisa la regeneración de la enferma democracia valenciana y de la derecha regional, tan precisada de una refundación después de la escandalosa trayectoria que ha protagonizado en la última década?

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El descrédito de las instituciones

La nueva no tiene desperdicio: Francisco Camps, presidente de la Generalitat que se ha visto obligado a dimitir del cargo debido a su próximo procesamiento por un delito de cohecho, presidente de un partido y de un gobierno sobre el que acaba de abrirse una causa en el Tribunal Superior de Justicia por presuntos delitos de prevaricación, financiación ilegal, fraude y falsedad documental, entre otras, formará parte del Consejo Jurídico Consultivo de la Comunidad Valenciana. A la vista de la trayectoria de Camps, examinada por la justicia y a falta de una condena que por el momento lo habilita para el desempeño de puestos públicos, es poner al zorro a guardar las gallinas.

El Consejo Jurídico, en definición de la ley por la que se creó, es el órgano consultivo supremo en materia jurídica de la administración autonómica, del Consell y, en su caso, de las administraciones locales. La ley prevé que los ex presidentes de la Generalitat sean miembros natos y vitalicios del Consejo Jurídico siempre que lo soliciten, con voz y sin voto pero con las correspondientes retribuciones, que ascienden a cerca de 58.000 euros anuales.

Corruptos a la prisión, solicitaban las protestas del movimiento del 15-M. Ningún imputado en las listas electorales, añade la opinión pública, si hemos de creer las encuestas del CIS. Pues bien, uno de cada cinco diputados del grupo popular de las Cortes valencianas se encuentra inmerso en una causa por delitos graves. Y el ex presidente, que en el último momento retiró la firma de su inculpación en un caso de cohecho y debe afrontar en otoño un juicio con jurado, entra en el máximo órgano consultivo que vela por la legalidad de las decisiones del Consell. Suma y sigue.

El descrédito de la institución autonómica sube otro peldaño. Sucede poco después de que las Cortes valencianas votaran un acuerdo que debía ser unánime y del que a última hora se descolgó Compromís, por el que se designaban los miembros del Consell Valencià de Cultura, órgano asesor de la Generalitat. En su mayor parte ha quedado integrado por políticos veteranos pasados a la reserva, muchos respetables pero con una escasísima trayectoria en materia cultural. La maniobra de Compromís de negar el voto acordado y esperar que los demás grupos cumplieran el pacto, dejó fuera a su candidato, Francesc Mira, reputado hombre de letras, premio nacional de literatura y de traducción, entre otros galardones que tiene en su haber.

En una de las primeras reuniones del ya convulso periodo legislativo, que en pocos días ha asistido a dos investiduras de presidente de la Generalitat, los partidos aprobaron por unanimidad incrementar un 11% la aportación a los grupos parlamentarios, unos 400.000 euros. Se pretextó la existencia de un grupo más. El número de diputados no ha variado. En medio de una política de recortes del gasto público y, previsiblemente, de los servicios que se ofrecen a los ciudadanos, el gesto es poco edificante.

Una de las primeras medidas adoptadas por el alcalde de Benidorm, el socialista Agustín Navarro, que en la pasada legislatura obtuvo la alcaldía gracias al voto de un disidente del PP, acción que le valió un expediente del PSOE y la baja voluntaria en su partido para evitar su expulsión, maniobra que fue condenada por la Comisión del Pacto nacional Anti-transfuguismo, consistió en reducir el número de asesores de los grupos pero conservar para sí la retribución de 92.000 euros. Es una cifra similar a la que percibe Rita Barberá, en Valencia, y superior a la del presidente del Gobierno, superior en 30.000 euros a la recomendación de la Federación de Municipios y Provincias para poblaciones del tamaño de Benidorm.

Todo ello en medio de un clamor sobre la regeneración democrática, la transparencia y la exigencia de honestidad a los servidores públicos.

Claro, que el gobierno de Castilla-La Mancha ha pasado a presidirlo De Cospedal, secretaria nacional del PP, la misma que hace dos veranos, sin duda con las meninges afectadas por la ola de calor, anunció a los medios de comunicación que era objeto de una operación de espionaje decidida por el Ministerio del Interior y Juan Cotino, presente de las Cortes Valencianas no tiene inconveniente, un día sí y otro también, en proclamar que el gobierno de España, con el auxilio de los fiscales y los jueces, vulnera el Estado de derecho.

Malos tiempos para la lírica, peor para los principios, y sin éstos es difícil llegar a un buen final.

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