(Publicado en Levante-El Mercantil Valenciano, 16 de noviembre de 2008)
Hemos vivido una larga etapa de tranquilidad en las universidades. Los profesores estaban en lo suyo: las clases, los alumnos, crear conocimiento, hacer curriculum; los estudiantes se esfuerzan más o menos, aprovechan las variadas ofertas lúdico-culturales, celebraban sus jueves universitarios y los delegados gastan buenas sumas de dinero en fiestas de bienvenida que sufragan los rectorados en un gesto dirigido a las asociaciones con voto en la junta de gobierno. A los sumo, había protestas por el descenso de calidad de los menús que sirven las cafeterías. Ahora, dejan oír su voz a propósito del Espacio Europeo de Educación Superior, el proceso aprobado en Bolonia que busca armonizar los estudios para facilitar la equiparación formativa, la movilidad y el reconocimiento de calificaciones.
Después de un baile de ministros y de cambios en las directrices, nuestras autoridades optaron por dar barra libre a cada una de las casi setenta universidades del país, con pequeñas obligaciones relativas a la duración de los estudios, los grados e ingenierías, de cuatro años, uno más de lo habitual en el resto de Europa, y de los master oficiales de especialización (optativos), que aquí serán de un año, la mitad de lo que es común en Europa. Teniendo en cuenta que se buscaba la armonización, no está mal comenzar la sinfonía con un compás diferente.
Cada universidad ha quedado facultada para diseñar sus títulos y una agencia pública se reserva su aprobación. Como las universidades conservan suficiente sentido común, aunque tampoco andan sobradas, los nuevos grados evitan las excentricidades y, por lo general, Derecho sigue llamándose Derecho, Química no se denomina Alquimia y así sucesivamente. E incluso en la mayoría de los casos, las enseñanzas básicas serán las mismas que ahora, sólo que sus contenidos se recortan de un 20 a un 40%, con la excepción de Medicina y unos pocos títulos más, porque con la salud no se juega.
Una previsión razonable señala que la mayoría de los estudiantes cursará los grados y con esa formación buscará integrarse en el mercado de trabajo. Un pequeño sector –más numeroso a medida que encuentre dificultad para colocarse, disponga de recursos económicos y no tenga algo mejor que hacer- se matriculará en los master oficiales de postgrado. Una parte de quienes ingresen en el mundo laboral, a medida que lo requiera la demanda o las expectativas de promoción personal –el famoso afán de superación, que es como el dedo meñique de la mano invisible que mueve el mercado y las ambiciones con las que juega el dueño del casino-, volverá a las aulas para tomar cursos específicos o se matricularán on-line para obtener, a la carta, diplomas adicionales. Por lo que les va a las cuentas de las universidades, todo será pura “excelencia”, la última palabra en mercadotecnia de educación superior que al parecer no requiere certificado de autenticidad, y si hace falta, se adquiere como lo hacen las empresas por un precio negociable.
Es el mercado, estúpido, protestan los estudiantes. ¿Para qué sostener títulos con escasa matrícula?, reponen las autoridades. Puesto que las retribuciones de los primeros empleos son bastante bajas –becas, contratos de aprendizaje y otras modalidades flexibles para el empleador-, ¿qué necesidad hay de invertir dinero público en un “exceso” de tiempo de formación que no aprecia el mercado laboral? Pocos lamentan que en una o dos generaciones se extingan ramas del conocimiento. Las disciplinas humanísticas –lenguas y cultura clásicas y modernas, literatura, historia, arte, filosofía, son las principales candidatas a ser sustituidas por wikipedia. “Al paso que vamos, se venderá hasta el aire que respiramos”, afirmó un diputado en las Cortes de la Primera República ante la necesidad del Estado de privatizar recursos. “La preocupación de Su Señoría no es digna de nuestro tiempo”, contestó el ministro de Hacienda, José de Echegaray, insigne matemático y mediocre escritor que en 1904 recibiría el Premio Nobel de literatura.
Entre tanto, los gestores y los profesores universitarios se han lanzado a diseñar los mejores títulos siguiendo el acreditado principio de que la presencia mayoritaria de representantes de un departamento o un área de conocimiento en una comisión de planes de estudios garantiza la mayor ganancia de materias para dicho grupo. Es el principio darwinista de la lucha por la vida. Nunca como ahora se había enseñado valores, y pocas veces antes se han escuchado opiniones tan ajenas a los mismos.
Existe un segundo problema, la ubicación de los profesores funcionarios superfluos al reducirse la duración de las carreras. Hay que encontrarles acomodo, quizá, como sugiere la Generalitat Valenciana, fusionando títulos que no servirán de nada. En mi universidad una mente lúcida ha encontrado otra solución: adscribir cada asignatura a dos áreas, lo que significa que podría impartirla un no-especialista sobrante. Y en administración, lo que puede suceder, acaba sucediendo. Por ejemplo, que el derecho mercantil lo enseñe un penalista o que las clases de pediatría -si alcanzamos a ver el título de Medicina- corran a cargo de un forense (y esto último nada tiene que ver con la profesión del titular de la Consejería de Educación, ni juzga la naturaleza de su gestión).
El proceso de Bolonia abre enormes oportunidades si se saben aprovechar. Lo hemos comprobado a partir de la experiencia de intercambio con otros países, los Erasmus. Otra cosa es cómo se haga la reforma, con qué criterios y procedimientos. Bien distinto hubiera sido ordenar el mapa de titulaciones, racionalizar e integrar el sistema universitario de la Comunitat, establecer mecanismos de corresponsabilidad de las universidades, que hasta el presente son, esencialmente, unidades de gasto, garantizar que incorporen a los profesores más preparados. Claro, que eso significa disponer de política universitaria, uno de los secretos mejor guardados del gobierno Camps.
Con una inversión pública por estudiante universitario diez puntos inferior a la de la media europea, cediendo la cancha a los intereses corporativos y dejando la planificación en manos de gladiadores, para que la diseñen en la arena con el tridente, la red y el puñal, con las autoridades académicas más interesadas en los flashes y en sus cosas, no parece que se haya escogido el mejor de los caminos posibles.