Agota Kristof

Nos trae el periódico del 28 de julio la necrológica de Agota Kristof. Fue una exiliada húngara que pasó media vida en Suiza trabajando en una fábrica de relojes y, entre tanto, mientras rehacía la suya, descubrió en la escritura una segunda existencia alejada del monótono quehacer ante una herramienta que producía una única y minúscula pieza, si hemos de creerla trasunta en ese aspecto del protagonista de su novela Ayer. Comenzó a publicar pasados los cincuenta, una edad considerada tardía para estos menesteres. Comenzó a escribir al menos al mismo tiempo que se familiarizaba con la lengua francesa, que haría suya.

Me confieso lector reciente de Kristof. Me la descubrió hace poco mi editor Manuel Fernández-Cuesta, que además de llevar la dirección de Península tiene a su cargo el sello El Aleph, el catálogo donde se encuentra la obra de esta escritora tan reconocida internacionalmente –ha sido publicada en una treintena de países- como destinada en España a reducidas minorías.

Manganelli escribió de su prosa que “anda como un títere homicida”. No le hacía justicia. ¿Quién desea entregarse a unas letras cuyo símil es una suerte de falso autómata de instintos criminales? Tal vez el crítico, jugando una vez más al malditismo, pretendía decirnos que Agota Kristof había depurado un estilo tremendamente sobrio y frío al diseccionar las relaciones humanas, algo bastante exacto; pero no así cuando la autora se ocupa de los personajes, niños y adultos, por los que despliega, en su desamparo y en sus reacciones fuertes, ternura y comprensión. “Vosotros, los extranjeros, siempre estáis haciendo colectas para las coronas, vais de entierro sin parar”, sostiene un suizo ante la frecuencia con la que los emigrados convertidos en emigrantes, en apariencia, sociables y alegres, despachan su soledad. “Yo le respondo: -Cada uno se divierte como puede”. Suena como un trallazo.

Leo en la necrológica que su obra “es un análisis sin contemplaciones de los afectos familiares”. La definición de Rodríguez Marcos no puede ser más certera. Alude a la constante que preside sus novelas, ciertamente severa, alejada por completo del estilo divertido con el que Gerald Durell diseccionaba en Mi familia y otros animales el entorno familiar de su juventud, en Corfú, en un ambiente excéntrico y cultivado.

En cada libro de Agota es posible encontrar mucho más que el núcleo que preside el relato. Los aspectos secundarios, en ese sentido, adquieren valor por sí mismos. Sea cuando registra las dificultades y las frustraciones de un grupo de emigrantes en la próspera Centroeuropa de los años cincuenta y sesenta, de absoluta actualidad ante los movimientos de población de las dos últimas décadas, o cuando manifiesta el acto crítico de convertir las ideas en escritura: “En general, me contento en escribir dentro de mi cabeza”, afirma el protagonista de Ayer, aspirante a escritor. “Es mucho más fácil”, continúa. “En la cabeza todo se desarrolla sin dificultad. Pero en cuanto se escribe los pensamientos se transforman, se deforman, y todo se vuelve falso. A causa de las palabras”.

A causa de las palabras, al miedo reverencial a que nos traicionen, a que nos arrebaten nuestros pensamientos y terminen por modelarlos de una forma autónoma, ajena al autor que los piensa y acomoda donde nacen y tienen su espacio natural, tantas veces posponemos el acto de la escritura.

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