El juego de la ventriloquia política

(Publicado en EL PAÍS, Comunidad Valenciana, 2 de enero de 2001)

En la memorable novela Mañana en la batalla piensa en mí, Javier Marías crea un personaje, protagonista de la trama, que convierte en escritor y ejerce de negro literario de personalidades ilustres para las que escribe discursos y peroratas. En ocasiones, confiesa, el destinatario del encargo deseaba conocerle para darle instrucciones o impresionarle con su carácter. Marías da paso así a la recreación de encuentro entre este “escritor fantasma” y el Único, inequívoco rey Juan Carlos, quien hastiado de los discursos impersonales que hasta entonces le habían elaborado académicos, columnistas, catedráticos, novelistas célebres y funcionarios, deseaba algo menos mayestático que no le aburriera ni aburriera a los demás y dejara impronta de su paso por el trono.

La ficción, inspirada en situaciones asiduas al desempeño de un escritor, ha sido desbordada por un presente político que se nos puebla de palabras ajenas dichas con convencimiento y suscritas por quienes las retribuyen y se las apropian. El problema surge cuando el verdadero autor de los textos se extralimita al expresar ideas personales o pone escaso esfuerzo en el oficio. Ha sido el caso reciente de la ministra de Educación, Cultura y Deporte, Pilar del Castillo, “autora” de un artículo en la revista Papeles de Economía Española en el que se sostiene que más de la mitad de los becarios obtienen ayudas públicas gracias a que sus familias defraudan al ocultar el nivel de ingresos económicos. La ministra, que es profesora universitaria, dio el consentimiento para que se publicara con su nombre un artículo que no había dictado, ni argumentado, ni tan siquiera leído después de que lo redactara uno de sus asesores. La ministra ha pedido disculpas por la negligencia del colaborador, el negro que interpretó erróneamente las instrucciones de su gabinete, pero ha considerado perfectamente normal entregar a una publicación especializada un artículo del que ni remotamente se le puede considerar autora, como ella misma ha proclamado al distanciarse de las consecuencias.

Un político de nuestro tiempo, en el curso de las múltiples actividades que debe desplegar, no puede ocuparse personalmente de todas las obligaciones que comporta el cargo. Con frecuencia ha de pronunciar discursos técnicos que requieren la intervención de especialistas, palabras de circunstancias en las que los gabinetes de prensa tanto tienen que ver y discursos protocolarios de muy diversa índole; en suma, cuanto escenifica el ejercicio del poder y su imagen dinámica. Una patina de cultura resulta indispensable a tal fin pero no siempre es suficiente. Bueno es recordarlo cuando se discute sobre la enseñanza de las humanidades en la secundaria y se ignora la formación humanística en una enseñanza superior fragmentada y vorazmente utilitaria.

La ministra de Educación, cuyo problema no ha radicado en la falta de preparación, no ha sido la única víctima de la desidia de un escribidor. Hace unos días y en el transcurso de la inauguración en Castellón de una planta eléctrica, Eduardo Zaplana pronunció un discurso en el que para asombro de la concurrencia confundía sistemáticamente el combustible empleado en las instalaciones, gas natural, con la energía que iba a producirse, electricidad. La diferencia con Pilar del Castillo estriba en que el presidente de la Generalitat no reclamaba la paternidad de las ideas que expresaba. Bien distinto será cuando conozcamos el libro que ha firmado y cuya presentación en sociedad se anuncia inmediata. Podrá comprobarse entonces si el ejercicio del poder proporciona el suficiente estímulo intelectual para transformar al presidente que conocemos en el Anthony Giddens del centro-derecha español, o si ha sido necesario el concurso del gabinete que en la anterior legislatura coordinaba el irremplazable Rafael Blasco.

En cualquier caso, los populares no lo tienen sencillo para alcanzar  la calidad de los textos de sus predecesores. En la etapa en que Pilar Pedraza, primero, y Vicente Muñoz Puelles, más tarde, hablaban por boca de Lerma –o que Lerma comunicaba las palabras de Pedraza y de Muñoz Puelles-, la gramática tuvo su recompensa y el discurso político valenciano alcanzó las más altas cotas literarias.

Al “negro” imaginado por Marías resultaba halagador que ministros, directores generales, prelados o banqueros llegaran a convencerse de que las palabras prestadas les pertenecían y que habían salido incluso de sus cabezas. Recuerdo los comentarios que siguieron a una actividad pública en la que tomé parte. Alguien dijo que mi parlamento había sido ajustadamente académico (en otros términos, denso), mientras escuchaba con modesta incomodidad los elogios que se dirigían a la ingeniosa intervención de la autoridad política que nos acompañaba, que por algo sentía como propia. Carlos Solchaga no ha disimulado que puso sonido a los labios que movió Rodríguez Zapatero en el discurso de postulación dirigido al pleno del congreso del PSOE que eligió a éste en julio pasado. Tampoco los socialistas, con alegre despreocupación, han ocultado la identidad del autor de la conferencia en la que el flamante secretario general se reclamaba defensor del socialismo libertario, cuando al incluirla en la página web del partido han conservado las propiedades generales del documento que delatan su elaboración en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense.

Pero no siempre  los negros literarios gozan con el éxito de las palabras prestadas. Es célebre el caso del asesor del que fuera ministro de Educación, José María Maravall, hoy un conspicuo columnista de prensa, quien dimitió debido a que su vanidad sufría hasta extremos inadmisibles al ver en boca del político los discursos que escribía sin nunca se revelara la verdadera autoría.

Desde el punto de vista del público, estamos ante un engaño consentido, algo más pronunciado cuando el usuario de letras ajenas desarrolla pretensiones intelectuales y acepta dictar conferencias y firmar artículos, igual que estampa el nombre en un decreto o en una ley, suponiendo que las ideas y su expresión se rige por idéntico procedimiento que el orden administrativo. Así, el afán por labrarse una reputación de personaje culto ha llevado a José María Aznar a querer emular a Cánovas del Castillo, a Antonio Maura o incluso al conde de Romanones -todos miembros de doctas instituciones además de presidentes del Consejo-, y a prodigarse en conferencias de contenido trascendente, ya sea ante la comisión del centenario del 98, donde impartió la directriz de la celebración, en la Academia de la Historia o a propósito del aniversario de Antonio Maura, como ha sucedido en las últimas semanas.

Paso a paso van escribiéndose futuras y apócrifas obras completas, aunque no parece existir el riesgo de que se repita la historia de sir Winston Churchill, a quien al término de la guerra y pese a que no es sencillo delimitar lo que en sus escritos, discursos y memorias hay de él o de sus secretarios, premiaron con el Nobel de las letras, todavía no se sabe si por afán de reconocimiento o por su contribución a la literatura minimalista al narrar el camino hacia la victoria en solo cuatro palabras: “sangre, sudor y lágrimas”. Sin llegar a tanto, bien podría esperarse del líder político un esfuerzo personal para superarse en el afán de expresar lo que piensa y pensar lo que dice.

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Periodismo en tiempos sombríos

(Publicado en EL PAÍS, Comunidad Valenciana, 18 de noviembre de 2000)

La pretensión de adueñarse de la realidad y conformarla de acuerdo a proyectos personales o colectivos responde a un viejo sueño que a lo largo de historia ha dado lugar a grandes esperanzas y a sonados fracasos. Una aspiración más modesta ha consistido en apropiarse de la imagen que se transmite de la realidad en la creencia de que sólo existe -o, si se prefiere, sólo adquiere consistencia y genera consecuencias- aquello que trasciende a la opinión pública. En su versión más cruda, la experiencia se ha llevado al límite en las dictaduras en las que al poder le resulta más sencillo cambiar el relato de la realidad que ocuparse por mejorarla. En este caso, la creación de una existencia virtual a nadie engaña pero se sostiene en la imposibilidad del receptor de protestar el mensaje que se crea por acción u omisión.

En un país que se mueve entre la trascendencia ontológica de sus intelectuales y el quehacer de una población ocupada en sus asuntos, donde ilustres autores argumentan en contra de la instauración de la dinastía de los borbones en 1700 oponiendo las virtudes de la monarquía austrohúngara, pese a que ésta le aguardaban ciento sesenta y siete años para nacer, resulta reconfortante, por concreto, la lectura de un libro de reciente aparición, La prensa durante el franquismo. Es su autor el profesor de Enrique Bordería y lo ha editado el CEU San Pablo en vísperas de mudar de nombre -y cabe esperar que no la trayectoria de los estudios que promueve sobre la historia de la comunicación.

Además de relatarnos cómo les fue a periódicos, empresas y periodistas en Valencia a partir de 1939, Bordería explica con una excelente documentación el modo de funcionar del Ministerio de Información y Turismo en el empeño de modelar la imagen de la realidad que convenía transmitir a la sociedad. Diariamente y durante las veinticuatro horas del día, el delegado provincial del ministerio podía recibir de la Dirección General de Prensa, radicada en Madrid, las instrucciones destinadas a los diarios y al Servicio de Inspección, esto es, a la censura. Los despachos incluían las indicaciones más dispares acerca del lenguaje, los acontecimientos o las decisiones gubernativas. Así, a los periódicos se les prohibió publicar noticias sobre la elevación de precios autorizada a los establecimientos de hostelería en 1957 y en el caso de las tarifas ferroviarias debía hablarse de «reajuste». Después del plan de estabilización en 1959 los diarios podían dar comunicar la nueva paridad de la peseta respecto al dólar pero «en ningún caso» debían emplearse las expresiones «devaluación» o «desvalorización» que menoscabaran la confianza en la situación española. Todavía en 1961 las directrices recordaban a los periódicos que no podían emplear la expresión «guerra civil» para referirse a lo que había sido una «Guerra de Liberación» o la «Cruzada». Las consignas -eterna obsesión por el cuerpo- prohibían publicar anuncios de bañadores «con señoras dentro» o establecían el tratamiento discreto que debía dispensarse en 1958 a un viaje de don Juan Carlos -en donde se estipulaba el tamaño de las fotos, caso de haberlas, nunca en portada- y hasta se prohibía en 1960 a diarios, revistas y radios comentar el partido de fútbol que iban a disputar España y Rusia ni dar siquiera las alineaciones de las selecciones.

Nada existía ante la opinión pública que no fuera debidamente controlado. Ante la firma del acuerdo con los Estados Unidos de 1955, el ministerio instruyó a sus delegados de prensa: «Prohiba periódicos de su provincia hablar sobre bases americanas en España. Debe utilizarse expresión, bases de utilización conjunta con España y Estados Unidos«. Son apenas una pequeña muestra de las tantas indicaciones que serían sólo ridículas si no hubieran significado la supresión de un derecho fundamental. Pero la instrucción gubernativa que he hallado más inquietante es aquella que en 1960 prohibía informar «sobre posible pérdida de un submarino español que era remolcado hacia el Ferrol para ser desguazado», pues la utilización por el censor de la expresión «posible pérdida» mueve a sospechar la inseguridad en la que finalmente se movían los dueños de la información en una maraña de rumores, falsedades inventadas y realidades inconvenientes que debían ser silenciadas: materia de primer orden para la recreación literaria acerca de la desinformación al servicio del poder que termina por alcanzar a los mismos dueños de la confusión.

¿Dónde estaba la noticia y con qué derecho una autoridad reclamaba la facultad de administrarla? El entonces ministro del ramo, a la sazón Gabriel Arias Salgado, dejó escrita la máxima bajo la que se guió su departamento: «Libertad de divulgación para lo bueno y verdadero; ninguna libertad para el error y el mal».

Antes de que la LOGSE sea revisada y en el camino quede la educación en valores y la transmisión de actitudes -sobre cuya eficacia cabe albergar serias dudas- sería recomendable trasladar a las aulas algunas de las páginas del libro de Bordería que da cuenta como pocos del clima de mezquindad moral del régimen que rigió este país hace apenas veinticinco años. El mismo libro, al dar cuenta de la disparatada minuciosidad con la que se quiso domeñar la opinión, es un verdadero alegato en favor de la libertad de información y de las consecuencias que alcanzan a una sociedad privada de medios de comunicación libres, plurales y veraces.

Causa por ello desazón que la comparecencia ante una comisión de las Cortes valencianas de la presidenta de la Unió de Periodistes, Rosa Solbes, en la que denunciaba el funcionamiento de la Radiotelevisión Valenciana y reclamaba un Consejo Audiovisual independiente del poder político acabe interesando sólo a los profesionales del medio, como si se tratara de una inquietud meramente corporativa. Como no menos alarmante resulta el trato desigual que los medios escritos reciben de la publicidad institucional, cuya asignación parece guiarse cual dádiva antes por la docilidad demostrada hacia el poder que por la difusión de diario.

Harían bien quienes se declaran liberales en serlo consecuentemente, esto es, asumiendo, por ejemplo, lo que en 1859 escribió John Stuart Mill Sobre la libertad, cuando afirmaba que la moralidad de la discusión pública consiste en admitir la posición contraria a la nuestra sin que la ley ni la autoridad impidan el libre veredicto de la opinión, por más que ley y autoridad tengan el respaldo de la mayoría pues no por ello los que son menos numerosos deben quedar desprovistos de influencia para rebatir el parecer dominante. Claro que Stuart Mill no hubiera concebido la existencia de medios de comunicación de titularidad pública y, caso de haberlos, mucho menos que fueran monopolio de la autoridad política.

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Los valencianos y el Estado

(Publicado en EL PAÍS, Comunidad Valenciana, 27 de junio de 2000)

Decía Ernest Renan que el olvido y hasta el error histórico constituyen un factor esencial en la creación de una nación. Con bastante ingenuidad, el intelectual bretón creía también que el avance en la investigación histórica podía representar un peligro para la nacionalidad al poner al descubierto los procesos que conducen a su formación.

La utilización del pasado con la finalidad de fundar aspiraciones muchas veces legítimas y otras discutibles es una práctica bastante extendida, pero nada es comparable con el insaciable consumo de mistificaciones históricas por los colectivos nacionales. Si la conmemoración de un monarca -Felipe II hace un año, muy pronto Felipe V- se convierte en un pretexto para actualizar la celebración de un determinado modo de entender el poder o la organización política-administrativa del Estado, el recurso a las frustraciones del pasado, reales o ficticias, es fuente inagotable de argumentos reivindicativos. Y aquí, como en el rumor, basta una presunción repetida con convencimiento para formar un estado de opinión.

Un lugar común muy difundido consiste en imputar el origen de las insuficiencias valencianas al comportamiento de las clases hegemónicas en el siglo XIX, época en la que fragua el Estado liberal español. Cuando no se ha negado la existencia de una burguesía local, se ha considerado que se reveló indolente ante ciertos retos económicos y ante las exigencias políticas que la situación reclamaba. Incapaz de liderar la sociedad y de proyectarse sobre el poder, de reivindicar un espacio propio que fuera coherente con una identidad diferenciada, mostró escasa afición a intervenir en los asuntos del Estado, entregada como se hallaba a sus prácticas agrarias y mercantiles. El mal no sólo venía de Almansa, sino de la pasividad de una clase rectora muy muelle –que habría dicho el duque de Lerma- plegada a la mesocracia central e indiferente a la idea de articular una influencia que fuera expresión de sus intereses y, por extensión, del solar donde se localizaban. El País Valenciano, ausente de las esferas de decisión, no habría hecho notar su peso en la administración central.

En los últimos tiempos la nostalgia de un inédito y rearmado “poder valenciano” se ha convertido en tema recurrente en los medios de comunicación de esta Comunidad, aunque la fórmula al parecer pertenece al gabinete de ideas del actual presidente de la Generalitat, Eduardo Zaplana. Con la citada expresión, la organización regional de un partido nacional español,  como nadie duda que es el Partido Popular, cree haber acuñado un eslogan que resumiría al mismo tiempo voluntad de presencia y actitud reivindicativa «en Madrid». De paso, hace suyo un planteamiento restrospectivo ajeno sobre cuya veracidad no se interroga pero que sospecha eficaz.

Ven unos en el poder valenciano un modo de entender la visualización valenciana en la política española, medida en términos de imagen promocional y hasta de cuota presupuestaria; la entienden otros como un plan de empleo en las altas esferas de la administración capaz de generar una fructífera relación clientelar a la manera de las redes caciquiles de la Restauración. Ridiculizan el término regionalistas y nacionalistas por considerarlo al servicio de una maniobra usurpadora, pero reproducen su significado cuando consideran huérfanos los intereses autóctonos de no hallarse sus partidos representados en las Cortes.

¿Habrá llegado el momento de que los valencianos, de una vez por todas, cobren protagonismo en la esfera estatal, en el supuesto de haber sido ajenos al discurrir del Estado español?

Hace exactamente ciento veinticinco años y cinco meses, en diciembre de 1874, un grupo de notables valencianos desafió el orden político e intervino decisivamente en el derribo del gobierno por la fuerza. El resultado fue la caída del régimen republicano y la proclamación del rey Alfonso XII en las inmediaciones de Sagunto. La conspiración fue preparada en Valencia por un núcleo de cualificados representantes de la propiedad territorial y de las finanzas, de empresas de transportes y de servicios. Si el pronunciamiento era perseguido con ahínco por elementos de numerosas ciudades, fue el grupo al que hacemos referencia, acuciado por la experiencia de la sublevaciones republicano-federales de 1869 y 1873, la amplia implantación de la Internacional obrera y la política de reformas, el que precipitó el movimiento cívico-militar que de manera indecisa venía fraguando el jefe alfonsino, Antonio Cánovas del Castillo.

Cirilo Amorós, diligente artífice del operativo, Ramón Ferrer y Matutano –secretario del empresario y financiero José Campo, a cuyos negocios también el primero estaba unido- y algunos destacados propietarios y hombres del comercio formaron el comité restaurador bajo la presidencia del marqués de Cáceres, el cubano Vicente Noguera y Sotolongo. Contaron con la colaboración de Teodoro Llorente, director de Las Provincias, que participó de los preparativos y publicó en su periódico los manifiestos que justificaban la acción. Varios de los reunidos habían promovido o integrado el Centro Hispano-Ultramarino de Valencia, creado para sostener los intereses coloniales e impedir, entre otras reformas, la abolición de la esclavitud en las Antillas. Pertenecían además a la Liga de Propietarios de Valencia y su Provincia, una organización de obediencia valenciana presidida por el mismo Noguera, verdadero lobby precursor de los grupos de presión en España.

En inteligencia con el general Arsenio Martínez Campos, le trajeron a Valencia y le escondieron en sus casas; más tarde le acompañaron a Sagunto en una tartana y cuando aquél levantó la tropa que puso a su disposición el brigadier Luis Dabán, le tuvieron informado de la reacción de la guarnición de la ciudad en las horas inciertas del 29 y el 30 de diciembre de 1874, cuando el Capitán general rehusó sumarse a la rebelión e hizo amago de resistir. Después celebraron el triunfo e hicieron constar en un diploma sus nombres y el mérito que les correspondía.

Recibieron títulos nobiliarios, ocuparon cargos políticos discretos, lograron concesiones administrativas y se les entregó el control de la Diputación provincial. En el naciente poder restaurado contaron con destacados puntales, como el valenciano Luis Mayans y Enriquez de Navarra, quien fuera ministro y presidente de las Cortes con Isabel II, amén de delegado en Madrid de la Liga de Propietarios. Mayans sería el encargado de presidir la comisión de notables que elaboró el proyecto de Constitución de 1876. Vieron además satisfechas sus demandas en cuestiones tributarias y arancelarias y más adelante tuvieron en el ministro de Hacienda  Juan Navarro Reverter -director de algunas de las empresas de Campo- a uno de los suyos.

Esta notable burguesía y esos políticos, en suma, se mostraban copartícipes del Estado español. Tal vez por eso, al margen de que buscaran servirse en los negocios de las ventajas que les otorgaba la influencia cerca del poder, no precisaban poner el Estado al servicio preferente de su territorio de origen, aunque en el más puro sentido provinciano se pavonearan ante sus convecinos de lo importantes que eran en la Corte.

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El segundo destierro del exilio cultural español

(Publicado en EL PAÍS, 31 de diciembre de 1999)

Se cumplen este año (1999) sesenta desde el final de la guerra civil y de una de sus consecuencias, el comienzo del exilio de numerosos españoles partidarios de la República que huían de la brutal dictadura implantada por los vencedores.

El drama del exilio alejó a buena parte de la élite cultural y profesional de la época. Profesores, científicos, médicos, juristas, escritores y periodistas, en la cima unos de sus respectivas trayectorias, en condiciones otros de ofrecer sus primeros trabajos de calidad, eran el resultado de un momento de excepcional brillantez que ha venido a calificarse de “edad de plata de la cultura española”, como si en el pasado hubiera existido una etapa comparable en calidad, cantidad e incidencia social capaz de abarcar simultáneamente la plural diversidad del país.

Esa cualificada minoría culta no era resultado espontáneo del mecenazgo interesado, del genio individual o del acceso al dominio de la sociedad del burgués conquistador con el consiguiente despliegue de intelectuales y técnicos dispuestos a crear, entender e interpretar el modo con el que debía ser observado el mundo. La amplia minoría culta que en los años 20 y 30 ofrece su enorme potencialidad creativa, científica y formativa era expresión de un contexto y de una trayectoria. El crecimiento económico regular, la expansión de la población urbana, el moderado ensanchamiento y activo protagonismo en la vida del país de las capas medias ofrecieron el trasfondo. La recuperación de identidades nacionales, las tensiones sociales y el desarrollo del movimiento obrero añadieron fermento a nuevas formas de pensar la realidad. La meritoria labor editorial puso al alcance del lector obras poco frecuentes.

El esfuerzo de recuperación del atraso educativo proporcionó lo que podemos entender como una particular acumulación originaria de capital humano. Desde 1907 la Junta para Ampliación de Estudios e Investigación Científica promueve la incorporación de los universitarios más aventajados a los altos estudios europeos. Si hasta la Segunda República predomina una perspectiva elitista de la educación, comienzan a darse las circunstancias para que esa minoría, laboriosamente instruida, amplíe su base y desde su institucionalización académica consiga generar una continuidad basada en el estudio y la formación de escuelas científicas.

La guerra civil y el exilio arrasaron todo eso. La depuración hizo el resto. La estructura de producción y transmisión de saberes, el clima de creación y difusión cultural, quebró. Por América Latina y en menor medida Europa se desparramó el mayor caudal de conocimiento nunca antes acumulado por España. Clara E. Lida nos ha ofrecido en dos libros la historia de la inserción de los desterrados españoles en México y de su contribución a la creación del centro de excelencia en ciencias humanas y sociales más importante de Hispanoamérica, El Colegio de México, inspirado en el modelo de la Junta para Ampliación de Estudios. Nicolás Sánchez-Albornoz reunió en El destierro español en América. Un trasvase cultural un valioso conjunto de estudios sobre el tema. En los últimos meses una secuencia de congresos universitarios ha conmemorado la efemérides.

Hubo exiliados que resistiéndose a la idea del destierro en la acepción de desprender la tierra de la raíz, hicieron suyo el neologismo transterrado para dar cuenta que en su descuaje habían llevado consigo una parte del suelo en el que hundían su creatividad y sus reflexiones. Los estudios sobre emigraciones nos muestran que el fenómeno no se circunscribe a los expatriados políticos. Y la ignorancia del término en el español contemporáneo prueba que la Academia y los diccionarios de uso, por no decir la actual cultura española cualquiera que sea la lengua en la que se exprese, son deudores de la cultura interior y que el extrañamiento fue más profundo de lo que llegaron a creer sus protagonistas.

Entre los escritores fue habitual el apego al país que habían dejado atrás y las referencias a situaciones, personajes o motivos siguieron dominando sus futuras obras. España peregrina fue el título de la revista fundada en México por Juan Larrea, Josep Carner y José Bergamín para dar cuenta de una continuidad que el tiempo y la rara comunicación con el público español fue desvaneciendo. Vivieron el destierro y su literatura quedó cortada del destinatario que deseaban seguir haciendo suyo cuando el autor más precisaba el estímulo de saberse atendido. Quien haya leído los Diarios de Max Aub percibirá el continuo desazón de uno de los mayores novelistas de este siglo ante la abrupta separación del lector para el que preferentemente escribe. Pocos –Alberti, Chacel, el Ayala narrador- conocieron la fortuna de regresar y ver celebrada su obra. Entre tanto, la “España peregrina”, como sucediera con la Sefarad hebrea, acabó respondiendo a un recuerdo antes que a una realidad actualizada. La amargura de Aub en La gallina ciega ante un país en el que ya no se reconoce –ni le conoce- treinta años después de haberlo abandonado y de idealizarlo resume lo que acabaría pasando.

Médicos, biólogos, químicos, se aplicaron en hospitales, empresas y universidades y pusieron sus conocimientos al servicio de los países que les abrieron las puertas.

Historiadores, juristas, científicos sociales o críticos de arte pasaron casi todos a estudiar la sociedad que les recibía. Con las oportunas excepciones, en su mayoría acabarían siendo ajenos a la evolución de la cultura en la España contemporánea. ¿Cuantos de los siguientes nombres han incidido en la orientación de sus respectivas disciplinas? José Gaos, Juan David García Bacca, Joaquín Xirau, María Zambrano, Adolfo Sánchez Vázquez y Eugenio Ímaz en filosofía e historia del pensamiento; Luis Recaséns en filosofía del derecho; Fernando de los Ríos en derecho político; Ramón Iglesia, José María Ots Capdequí, José Miranda, Luis Nicolás d´Olwer, Francisco Barnés, José María Miquel i Vergés, Concepción Muedra y Vicente Llorens en historia; José Medina Echavarría y Francisco Ayala en sociología.

La ruptura de la continuidad en 1939 favoreció en España un tiempo de mediocridad en el que algunos jóvenes con talento vieron el camino despejado para su rápida progresión mientras otros de recursos más limitados, no menos audaces, fueron encumbrados aprovechando la penuria intelectual y el vacío dejado por la generación del exilio. Fuera por sectarismo, indiferencia o rivalidad, a ninguno le convino mantener en la cultura española la memoria viva de los expatriados, aún cuando no faltó la relación epistolar.

Después de la autarquía vendría en los 60 el resurgir como evolución y reacción a la cultura existente. En la distancia, nuestros exiliados investigaron y escribieron, dictaron clases y formaron continuadores, tradujeron e introdujeron autores de otras lenguas, mientras su país de origen los ignoraba. A la experiencia personal se uniría la del destierro cultural cuando su obra fue conocida a destiempo y mal. Fueron extrañados de una realidad que aprendió a vivir haciéndolos prescindibles. Quedaron como objeto futuro de un artículo, de una tesis doctoral, de algún congreso. Hoy son un buen tema para becarios con espíritu viajero pero falta un esfuerzo institucional dispuesto a recordarnos la trayectoria que perdimos. Sólo así llegaremos a percibir la dimensión del dispendio realizado y a reconocerles como parte de nuestra historia reciente.

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