Bancos, teatros: la realidad subvertida

(Publicado en EL PAÍS, Comunidad Valenciana, 8 de junio de 2002)

El descrédito de la realidad consistiría, en los términos de uno de nuestros clásicos, en la incoherencia de una vida social que escapa a los patrones previstos. Nuestro clásico era de hecho un tradicionalista al que le disgustaba la realidad y quiso hacer del rechazo personal en forma de escéptica paradoja una incomprensión de alcance universal. En un discurso de signo muy distinto el descrédito proviene de la apariencia de la existencia cotidiana, el orden normal de las cosas, que oculta una trama de intereses espurios dispuestos a utilizar el poder  y la influencia en provecho particular sirviéndose de modos respetables en cualquiera de las esferas en la que nos detengamos: los negocios, la política, las instituciones civiles, militares o religiosas, el mundo intelectual y cultural, las prácticas sociales más extendidas. Así se pensaba desde una mentalidad subversiva, soñadora de un orden humano distinto, este sí, medida de todas las cosas. Para cambiar la realidad, además de conocerla, había que mostrarla despojada de falsas apariencias a fin de que la opinión pública, el público o el lector la confrontara con su propia experiencia.

“¿Qué es un atraco a un banco comparado con la fundación de un banco?”, afirma uno de los personajes de Bertolt Brecht, Macheath, el rufián que desde los bajos fondos escala las posiciones de las altas finanzas y descubre lo anticuado que ha quedado el robo con efracción cuando existe el título cambiario y la concesión administrativa. ¿Qué es levantar un teatro al estilo del vanguardista inmueble del Palacio de las Artes de Valencia comparado con el hecho de destruir un teatro que desde tendencias en el filo del siglo XXI recrea en Sagunto la majestuosidad de la escena romana?

La actualidad se empeña de dejar corto el didactismo dialéctico de la literatura de combate de un Brecht entregado a la creación de la épica subversiva, tal vez porque la realidad, subvertida en sentido muy distinto al imaginado por los revolucionarios, ha tomado la delantera a la denuncia y ya no pierde tiempo ni energías en revestirse de respetable. ¿Pues qué hemos de pensar cuando escuchamos a la Subsecretaria de Cultura de la Generalitat decir que no le atrae la idea de la destrucción del teatro romano (sic) pero hay una sentencia judicial que cumplir? Por qué limitarse a promover la cultura si con el pretexto de preservar su fosilización ya que no se puede acabar de una vez por todas con ella, como imaginaba Woody Allen, al menos puede iniciarse en Sagunto esa ingente tarea.

Ah, nos queda el escollo de la Justicia y sus fallos. Pero en fecha reciente hemos visto la revocación a través de un indulto de los efectos de una sentencia que apartaba a un magistrado prevaricador de la judicatura. De modo que puede volver a impartir justicia quien fue condenado por dictar resoluciones injustas a sabiendas que lo eran pero no hay forma de impedir el desatino de desmontar un teatro que lo invalidará para esta función y pondrá en peligro la conservación de los restos, cualquiera que sea su valor.

La rehabilitación del recinto que fuera romano y conservaba parte de sus formas y alguno de sus elementos arquitectónicos originales, que la declaración de patrimonio histórico y la creencia popular convirtieron en un teatro romano “auténtico”, ha contrapuesto un concepto histórico-funcional a un concepto jurídico-formal. Ruinas de un teatro mal conservado o un teatro sobre ruinas que vuelve a contar con una escena elevada sobre un zócalo, proscenio, cerramiento y frontal, además de disponer de un graderío en condiciones de sentar espectadores. He aquí un dilema político sobre el uso y acondicionamiento del patrimonio, un debate en términos artísticos y un hecho opinable para los ciudadanos. ¿Un problema de jueces y alguaciles? O en otros términos, ahora políticos: mal se concilian proyectos tan notables como la Biblioteca Valenciana, el Museo de la Ilustración y la Modernidad, el Espai d´Art Contemporani o el rumbo tomado por la Ciudad de las Ciencias y las Artes con la imagen de la demolición de la obra de los arquitectos Grassi y Portaceli que las cámaras transmitirán al mundo entero como hicieron con la voladura de los budas de Bamiyán por los talibanes. ¿Para qué conformarnos con una disputa estética si podemos disfrutar de una nueva guerra púnica?

¿Qué no hubiera escrito Brecht tomando por modelo a Emilio Ybarra y sus distinguidos cómplices? ¿Qué brillante farsa sobre el valor y el uso de la cultura no hubiera salido del affaire Sagunto? Comienza el espectáculo: mientras unos personajes terminan de glosar los nuevos hábitos de la gran banca, moderna y competitiva, orgullo de la proyección exterior del país, protectora de las artes y el conocimiento, promotora de seminarios sobre ética y negocios, dos banqueros suben a escena comentando que durante catorce años dejaron fuera de la contabilidad del banco 33.000 millones de pesetas, ocultándolos de paso a la entidad reguladora del sistema, al fisco y a los auténticos propietarios. Los accionistas, la Agencia Tributaria y el Banco de España, a los que se dará entrada a su debido tiempo, tampoco conocen que una parte de los consejeros se han repartido unos 4.000 millones adicionales en compensación por la merma de sus retribuciones en la fusión con otra entidad, caballo de Troya gubernamental en el sistema financiero español. Por qué limitarse a pequeñas sustracciones, dirá uno, tal vez un émulo del Mackie Navaja de La ópera de cuatro cuartos, si el presidente del banco y los descendientes de la élite financiera de Neguri (potentados en su día de la siderurgia, los astilleros y las navieras) podían tomar cuanto quisieran y depositarlo en paraísos fiscales para engrosar sus patrimonios en forma de fondo de pensiones y mediante la modalidad de una cuenta “dormida” que a la postre pudo estar bien despierta para atender sobornos a gobernantes latinoamericanos que facilitaron la expansión del banco en aquel continente.  No cae el telón porque no lo había en los recintos romanos, como tampoco se distraía al público permitiendo la vista del mar por detrás de la acción ni el respetable engullía bocadillos de atún y aceitunas en las noches de verano mientras seguía la función y alimentaba su memoria sentimental.

Neguri, Sagunto. Sagunto, Neguri: la realidad subvertida hace de Brecht otro Balzac: un retratista moderno de (malas) costumbres.

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Orto

(Publicado en EL PAÍS, Comunidad Valenciana, 17 de enero de 2002)

La recuperación de la memoria del periodo anterior a 1939 ha sido notable en las tres últimas décadas. La reconstrucción ha restituido acontecimientos, semblanzas y circunstancias y continua ofreciendo un fructífero terreno a la investigación histórica. La actitud de los observadores ha oscilado entre el análisis crítico de los conflictos sociales y políticos, matriz de posteriores desastres, y la recomposición ideal de una edad intelectual que se presume de oro y de los actores que la habitaron.

A fuerza de repetirse se ha fijado cierta idea de que la cultura de los años veinte y treinta era en España una cosa madrileña, con su inevitable Ortega, su eminente Marañón, su
portentoso Azaña, con una joven e impetuosa generación que cabía entera en una residencia de estudiantes de dimensiones modestas o se completaba con los amigos de paso llegados a la capital para ganarse un nombre en el mundo de las artes y las letras: finos marineros en tierra, unos, otros con rostro de pueblo y el talento todavía mezclado con el penetrante olor a rebaño. Aquel pudo ser un momento único, esplendoroso si se quiere, pero qué imagen tan pequeña de la cultura se nos trasmite con la versión mitificada de unas decenas de intelectuales, llegados casi todos de provincias al Madrid de Primo de Rivera y de la República que con tanta perspicacia registró Josep Pla en el libro que la evoca.

Esos años vieron crecer en otras partes toda suerte de promesas y razonables realidades, a menudo las mismas que atraía la Corte que pronto dejaría de serlo. Pues en un país de estructuras radiales las carreras académicas y administrativas que se preciaran, al igual que las vías ferroviarias, concluían en la capital y hasta principiaban de veras una vez se llegaba a ella. Sin embargo las ciudades de provincia, en la añeja denominación, parecían fuentes inagotables de creadores, nuevos profesionales y publicistas. El momento valenciano de los años treinta resulta único y para igualarlo no ha bastado el generoso arropamiento de los presupuestos públicos de nuestros días.

Las revistas culturales y políticas fueron un buen exponente de la época. Porque las revistas bien hechas son siempre una expresión orgánica del momento cultural o de la especialidad que reclama su atención. Cinco revistas significativas se publicaron en Valencia en los años 1920-1930: Taula de Lletres Valencianes, La Republica de les Lletres, Nueva Cultura, Estudios y Orto. Algunas fueron rescatadas en los primeros tiempos de la transición a la democracia en magníficas ediciones facsímiles, otras han dispuesto de estudios. Orto no había tenido tanta fortuna hasta ahora, en que ha sido reeditada por el Centro Francisco Tomás y Valiente de la UNED y la Fundación Instituto de Historia Social, con un oportuno y documentado ensayo de Javier Paniagua sobre la revista, su promotor y el contexto ideológico y político en que surgió.

Orto no fue el empeño de escritores con mayor o menor voluntad de alcanzar un estatus profesional en el mundo de la cultura ni el órgano de un partido u organización. Fue ante todo la empresa de Marín Civera, un valenciano cuyo trabajo inicial discurría en oficinas de consignación del puerto, contumaz lector de libros de economía, pensamiento, política, historia y movimientos sociales. Dentro del universo libertario de la época se inclinaba por el sindicalismo y en 1933 sería con Ángel Pestaña uno de los fundadores del Partido Sindicalista, alcanzando en 1937 su presidencia. Civera fue un entusiasta de las ideas al servicio de un proyecto de emancipación humana. En 1930 fundó en Valencia la editorial Cuadernos de Cultura, que llegaría a publicar más de sesenta títulos de divulgación política, sociológica, científica y literaria destinadas al hombre sin medios ni preparación que aspirase a ampliar su horizonte intelectual mediante el esfuerzo personal. Después crearía otros modestos sellos y una vez en el exilio mexicano ejercería la gerencia de una importante casa editorial.

Por encima de la actividad promotora y de una amplia obra propia, la tarea más peculiar de Civera fue la dirección entre 1932 y 1934 de Orto, “revista de documentación social”. En un tiempo de doctrinas cerradas e impermeables las unas a las otras, Civera creyó posible conciliar el sindicalismo de raíz libertaria y el marxismo de socialistas y comunistas en una síntesis inédita -como nos recuerda Paniagua- que probablemente responde a una lectura particular de ambas tendencias. En Orto se publicaron textos de Cornelissen, Besnard, Leval, Labriola, Nin, Pestaña y Nettlau. Pero también escribieron John Dos Passos, Henry Barbusse, Romain Rolland, Upton Sinclair y Ramón J. Sender. La dirección gráfica estaba a cargo de Josep Renau, quien daría a conocer dibujos de artistas internacionales a la vez que creaba viñetas inspiradas en la estética soviética, incluía sus primeros fotomontajes, reunía reportajes fotográficos con intencionados comentarios y cuidaba la tipografía de la portada y los encabezamientos.

Orto era una revista de reflexión política y cultural en el sentido más amplio que eludió la actualidad aunque en sus páginas puede seguirse el ascenso nazi en Alemania en la medida en que ofrecía una imagen descarnada de la deriva totalitaria del capitalismo. Porque la organización económica de la sociedad es el tema central de los veinte números de esta interesante publicación: la organización existente y las posibles alternativas, sus efectos sobre el trabajo y las ideas, la producción y el consumo, la cultura y las relaciones humanas, la educación y la religión; se ocupa de cuestiones como la sexualidad y la moral personal, la delincuencia y la eugenesia, la experiencia soviética, el nuevo cine, la literatura proletaria…

Discrepante con los dogmas, Orto supuso un esfuerzo por alimentar una cultura política para mayorías que aunara humanismo, libertad y planificación económica en una época en la que, como Sender escribió en sus páginas, la cultura había permanecido alejada del pueblo y el intelectualismo elitista, universitario, burgués, había dejado de ser atractivo para los jóvenes: “Nadie quiere ser un Marañón, un Jiménez de Asúa, un Américo Castro y mucho menos un Ortega y Gasset”. Quién lo diría setenta años después, cuando tantos profesionales de la idea y la pluma disputan la condición de Maestro. Pero entonces la tarea de alumbrar una nueva cultura y una sociedad distintas requería su orto. Y este se situó en Valencia. Cerca de 1400 páginas de gran formato en una cuidada reedición vuelven a dar testimonio de ello.

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Los Borgia como metáfora

(Publicado en EL PAÍS, Comunidad Valenciana, 12 de diciembre de 2001)

Harry Lime, el enigmático personaje de El tercer hombre, se justifica con una frase brillante: “En Italia, en treinta años de dominación y terror de los Borgia surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza tuvieron quinientos años de democracia, amor y paz, y ¿cuál fue el resultado?: el reloj de cuco”. El traficante de penicilina adulterada que siembra de víctimas inocentes la Viena de posguerra sostiene una curiosa tesis sobre la génesis de la cultura y la civilización modernas: el poder sin freno moral, la violencia despótica y nepótica, la subordinación de las creencias y las instituciones a la razón del príncipe resultaron a la postre mucho más estimulantes para el florecimiento de las artes, las letras y el pensamiento que una vida presuntamente ordenada, pacífica y participativa.

La ilustre familia de sátrapas setabenses sirve a Harry Lane de coartada personal y de la mano de Orson Welles añade un nuevo dilema al guión de Graham Greene. Pero establece una falsa relación de causalidad entre abuso y cultura, pues los Borgia antes que autores de los nuevos tiempos fueron una manifestación del momento que despedía al mundo tardomedieval. Por la misma lógica y con más motivo podríamos decir que los años de violencia y relajación promovida por la Iglesia católica llevaron a la Reforma luterana, ésta a la Contrarreforma y ambas a las guerras de religión que ensangrentaron los campos de Europa y cegaron por tres siglos el espíritu de tolerancia alumbrado en el Renacimiento.

Resulta ahora que un sector de nuestra intelligentzia aparece subyugada por la fascinante personalidad de los Borja y sus descendientes europeos. Esa intelligentzia valenciana, puesto que ejerce, no supone una contradicción de términos, como un día se afirmó del pensamiento navarro. Y se diría que vive el “síndrome de Harry Lime” cuando nos propone examinar con benevolencia el pasado de unos prominentes personajes que por su origen considera “compatriotas”, noción de dudoso sentido en el siglo XV.

Un deán ilustrado, el rector de una universidad fundada por bula de Alejandro VI, un patrón de empresa dueño del secreto que permite aunar fe y negocio, presentaron hace poco el Diplomatari dels Borja, un proyecto editorial que de creer a sus promotores llevará completarlo 20 o 25 años. Es una buena noticia que cuente con el apoyo del Vaticano, decidido a exhumar lo bueno y lo malo una familia indispensable para explicar el nacimiento de la Europa moderna. Harry Lime no lo hubiera expresado mejor. Ojalá la Santa Sede muestre idéntica actitud ante la documentación de Pío XII en los tiempos del Tercer Reich y el holocausto judío, vedada en fecha reciente a una comisión internacional. Las facilidades del Arzobispado de Valencia suponemos que se harán asimismo extensibles a los investigadores que desean explorar en sus fondos el pasado de todos los valencianos que se registra en el universo de los diezmos y las restantes cargas feudales que un día, hasta hace ciento sesenta años, gravaban a fieles y a agnósticos.

Lo anticipado en la prensa sobre el primer volumen alude a papeles repletos de intrigas, crímenes y corrupciones: decididamente el hábito no hizo al criminal pues el padre del futuro Papa fue hallado culpable de participar en el “cruel asesinato” de un notario de Ontinyent. Bien comienza la desmitificación. Maestros del gobierno mediante el soborno, la daga y el arsénico, corrompidos y corruptores, el romanticismo se sirvió de la leyenda para hacer de los Borgia la esencia de la degradación, con sus episodios de crueldad, simonía e incesto, inmejorable materia literaria a la que en el siglo XX han sucumbido, entre otros,  Blasco Ibáñez, Vázquez Montalbán, Joan Francesc Mira y Mario Puzo. Para los ideólogos de la independencia hispanoamericana Roderic de Borja estuvo asociado además a bula Inter caetera con la que en 1493 otorgó a Castilla el dominio de América y legitimó la conquista de sus gentes, el inicio de la destrucción de las Indias, en palabras del clásico.

A la leyenda negra le ha sucedido una leyenda rosa que niega los excesos o los justifica por habituales en la época. Saber a los Borgia de “los nuestros” y situarlos en el centro del poder europeo quizás nos haga partícipes de un momento estelar de la humanidad, bien sea en el capítulo de sucesos. “Todos somos valencianos, ¡qué le vamos a hacer!, resignación hermano: hay crímenes peores…”, escribió Max Aub en una dedicatoria de sus Crímenes ejemplares. Si, según parece, no merecemos figurar por otra aportación, a diferencia de los suizos los valencianos podemos vanagloriarnos de haber dado al mundo a los Borja: de aquí procedían y en valenciano desarrollaron los pensamientos que les llevaron al poder. No faltará quien entienda la reivindicación orgullosa del crimen como signo de identidad. Para mí es más acertado volver a Aub (por cierto, ¿en qué idioma pensaba Aub? ¿le hacía eso diferente?). “La maté porque era de Vinaroz”, escribe en una muestra de ficción súbita que para sí hubiera deseado el maestro Monterroso. Porque siempre podemos hallar un motivo que explique nuestra conducta y hasta la ajena por abyecta que resulte.

El éxito del revival Borgia se me representa como una metáfora de la situación valenciana, con dignatarios que se declaran poco orgullosos de haber emprendido su carrera comprando el voto de una concejala tránsfuga, con acusaciones de prácticas de financiación ilegal a costa del erario público, con campañas publicitarias oficiales investigadas por presunto delito fiscal, con dirigentes patronales procesados no hace tanto por fraude en concesiones y por la desaparición de fondos europeos destinados a formación. Es la política que no repara en medios. Apenas nada con el menor de los actos borgianos. Pero el cinismo como actitud y la construcción de argumentos ad hoc como procedimiento es también el resultado de un descreimiento en futuros que no tendrán lugar y que conduce a desacreditar una realidad distante de los deseos que un día cercano se creyeron realizables.

Son malos tiempos para la ética cívica, que conviene no confundir con la secularización formal de la moral cristiana. Si hace veinticinco años alguien hubiera dicho que acabaríamos “haciendo país” con la memoria recuperada de los Borja más de uno hubiera pensado que estábamos ante una nueva manipulación de la derecha cavernícola destinada a confundirnos. Se comienza reivindicando a los Borja como patrimonio colectivo y se acaba justificando la retribución de los académicos de la lengua. ¡Qué le vamos a hacer! Hay crímenes peores…

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Esclavitud y otras iniquidades

Esclavo africano(Publicado en EL PAÍS, Comunidad Valenciana, 30 de octubre de 2001)

Se encuentra la autoproclamada civilización sacando cuentas de lo que con los escombros ha sepultando la caída de las Torres Gemelas el 11 de septiembre: vidas, cotizaciones, puestos laborales, seguridad personal y colectiva… Cuando se nos advierte de una probable supeditación de la protección de los derechos civiles a los servicios de inteligencia y del retroceso en los pasos dados hacia la implantación de un derecho verdaderamente sin fronteras, capaz de perseguir los delitos contra la humanidad.

El inventario de extravíos -de lo que hemos perdido, además de los excesos verbales que hemos escuchado- es tan amplio que no reparamos en los debates que estaban naciendo cuando la crisis los ha engullido sin dejar rastro.

En agosto la revista Foreing Affairs publicaba un artículo de Henry Kissinger en el que advertía de los peligros de una jurisdicción universal que no pudiera “contener a los justos”. Hoy sabemos a quien pertenece el derecho a castigar y de librar de cargos a propios y aliados. Ha no sido el único sarcasmo del calendario. El 8 de septiembre se clausuró en la ciudad surafricana de Durban la Conferencia Mundial contra el Racismo, un encuentro promovido por las Naciones Unidas cuyas sesiones conocieron intensas polémicas. La declaración final llamó a los gobiernos a desplegar y dotar programas en favor del respeto a la diversidad y en contra de la intolerancia y de la discriminación. Apenas setenta y dos horas después de clausuradas las sesiones, cada árabe o musulmán del planeta ha de justificar, sobre todo cuando forma parte de una minoría, que no es un peligroso integrista y que suscribe los ideales de la civilización occidental.

La Conferencia de Durban discutió con amplitud las nuevas manifestaciones que adopta la discriminación racial en nuestros días pero estuvo lastrada por dos cuestiones: si la política llevada a cabo por Israel en los territorios ocupados de Palestina es racista y si la esclavitud y la trata de esclavos practicada por los europeos y algunas naciones americanas durante cuatro siglos eran parte de la agenda sobre racismo. Los africanos reclamaron a las antiguas metrópolis que pidieran perdón y compensaran a los países que padecieron aquélla lacra o a sus descendientes, siguiendo el ejemplo instituido con las víctimas del holocausto judío. Los delegados europeos y el norteamericano sostuvieron que la trata y el sometimiento a esclavitud de millones de seres humanos en el Nuevo Mundo constituían un error histórico pero no admitieron las compensaciones. La resolución adoptada proclamó que la esclavitud y la trata (en la que participaron activamente las comunidades africanas,  no sólo como víctimas) constituían un crimen contra la humanidad.

Esclavo (Estados Unidos)Durban miró hacia el futuro pero no pudo desprenderse de las herencias del pasado. Un mes después, en Benicàssim, convocados por la Universitat Jaume I, un grupo de historiadores se ha reunido en un congreso buscando hallar explicación al cese de la esclavitud en el Caribe hispano, donde Puerto Rico y Cuba, entonces bajo soberanía española, tuvieron el raro privilegio de contarse entre los últimos lugares donde se suprimió el trabajo esclavo, en 1873 y 1886 respectivamente. La defensa de esta “peculiar institución” tuvo en España notables partidarios: políticos como Antonio Canovas del Castillo, cuyo nombre designa hoy la fundación de estudios del Partido Popular aunque nos gustaría creer que sin suscribir sus principios, periodistas como Teodoro Llorente, que arrastró a Las Provincias a una campaña contraria a la abolición, y poetas como Núñez de Arce, buenos todos para rotular plazas de nuestras ciudades. La reina María Cristina de Borbón, madre de Isabel II, participó en la trata ilegal y poseyó plantaciones y esclavos en Cuba. ¿Alguien dijo “crímenes contra la humanidad”?

Afirmar que unos y otros se dejaron llevar del espíritu de una época es ignorar la existencia del abolicionismo desde tiempo atrás y que con la excepción de Brasil todos los países extinguieron y condenaron estas prácticas antes de que lo hiciera España. ¿Merece alguna indulgencia el recuerdo del capitán negrero Eugenio Viñes? El valenciano fue uno de los mayores traficantes del siglo y alcanzó fama por su audacia y por una ausencia absoluta de escrúpulos: en una ocasión ordenó lanzar por la borda en pleno océano a 400 de los 1200 esclavos que transportaba su barco por hallarse falto de agua. Una descendiente suya da nombre en Valencia a la principal vía del Cabañal, donde Viñes regentaba los negocios que había levantado con el beneficio de sus criminales correrías.

Embarcaciones españolas (mediados siglo XIX)Los historiadores llegados a Castellón desde diversos países no se ocuparon de la vertiente humana de la esclavitud, la más dramática, ni tampoco de sus implicaciones políticas. La atención se dirigió a la relación que el trabajo forzado sostuvo con una de las más genuinas industrias del siglo XIX: la producción masiva de azúcar destinada a ser consumida con los nuevos estimulantes de masas y con los hábitos alimenticios de los países más desarrollados. “Con cada libra de azúcar consume usted dos onzas de carne humana”, gustaba decir al público británico en 1792 el abolicionista William Fox. Y así las Antillas españolas se convirtieron  en la principal región exportadora de azúcar de caña y la que más trabajo esclavo demandaba. El ciclo se hizo insostenible cuando la provisión de brazos no pudo seguir el ritmo ni la complejidad que imponía la industrialización del proceso, pero también cuando la comunidad internacional incrementó las presiones sobre el gobierno español y los mismos esclavos, atisbando la libertad, multiplicaron las formas de resistencia y encarecieron el trabajo forzado. Sólo entonces las autoridades conservadoras se avinieron a discutir el problema. No había nada personal en todo ello, sólo cálculo económico. Y para acomodar las exigencias materiales a la conciencia personal y a la moral pública (y cristiana), se había hecho de la diferencia étnica un criterio de discriminación humana que justificaba la reducción de los africanos a esclavitud.

Los historiadores hablamos del pasado pero los argumentos de los que nos servimos contribuyen en ocasiones a explicar parcelas de nuestra época, sea el actual tráfico de mano de obra procedente de África y Latinoamérica o los prejuicios raciales que lo acompaña y que sirve para justificar la discriminación legal y salarial que se practica hacia los nuevos desheredados.

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Lo que es del césar y de la historia

(Publicado en EL PAÍS, Comunidad Valenciana, 2001)

Se cerraba el curso parlamentario y el joven diputado de la mayoría ministerial antes de regresar a su circunscripción necesitaba hacer algo, “fuese lo que fuese”, que lo identificara como defensor de los intereses locales. Y en una sesión de las Cortes en la que apenas se hallaban el presidente, los maceros y algún periodista dormitando, se levantó del escaño para solicitar al gobierno “más actividad…” Después, regresaría a su distrito “con la aureola de diputado práctico”. Así comienza Blasco Ibáñez la novela Entre naranjos, escrita hace exactamente cien años, efemérides que se dispone a conmemorar la ciudad de Alzira que sirve de trasfondo a una memorable obra sobre las pasiones incontenidas, la fuerza de los convencionalismos y el caciquismo.

Al inicio del pasado verano el diputado por Castellón, ex conseller de Educación y Cultura y ex secretario de Estado de Cooperación Internacional, Fernando Villalonga, realizaba unas declaraciones en las que disentía del informe de la Academia sobre la enseñanza de la historia de España. Cuando algunos le hacían abandonando las aguas de la política por la presidencia de una fundación, Villalonga se hacía notar como diputado práctico arremetiendo contra los criterios de la Academia, que calificaba de “rancios”, ajenos a la realidad plural de España e indiferentes a las “sensibilidades periféricas”.  Con apenas un gesto, el novel diputado presentaba sus credenciales a la vida pública valenciana y se congraciaba con sectores progresistas que celebraban la audacia. El eminente bioquímico Santiago Grisolía no dudó en dirigir una carta de adhesión al parlamentario del Partido Popular por su defensa de la pluralidad histórica y días después lograba que el Consejo Valenciano de Cultura, que con tanto celo preside, secundara la iniciativa.

Quienes nos dedicamos al estudio de la historia y los ciudadanos en general debemos felicitarnos por esta impetuosa reivindicación de la memoria periférica y del rescate de las peculiaridades que fueron vencidas una vez en el infausto 1707 para ser olvidadas más tarde. Si el punto de vista de nuestro parlamentario resulta compartido por sus compañeros y el espíritu del cónclave de San Millán de la Cogolla queda en una mera excursión por la ruta del rioja, quizá nos halláramos ante una nueva evidencia de la superación de los prejuicios que separan derecha e izquierda en España, entre ellos, la capacidad de mirar el pasado a los ojos sin desviar ni acerar la mirada.

El debate de la enseñanza de la historia tal y como ha sido planteado por la Academia y legión de sus detractores se reduce a discutir el mayor o menor españolismo de la materia, la extensión y el enfoque de los contenidos propios de cada autonomía, el riesgo de desintegrar la conciencia de pertenencia a un pasado común o de sepultar en éste lo que durante siglos fue una experiencia diferenciada. En suma, el asunto de la historia que debiera enseñarse se limita a la función nacionalizadora asignada a la historia para uso y consumo de los nacionalismos exclusivos o, en su defecto, de una identidad dual, española y específica de cada territorio. Ahora bien, ¿estamos ante la única instrumentalización del pasado que debe ser evitada? ¿es la identitaria la única memoria que merece ser legada y la única pluralidad que ha de ser restituida? ¿es acaso ésta la que más daña la sensibilidad periférica hasta el punto de relegar a un segundo plano la conciencia ciudadana?

La circunscripción por la que es diputado el señor Villalonga nos ofrece huellas de un tiempo que negaba la pluralidad de los pueblos y de las gentes, extrañamente prorrogadas por decisiones de quienes inscribiéndose en el marco constitucional desconocen o no comprenden el significado de lo que fue el régimen de Franco y su radical antagonismo con el presente. Quien se desplace por la carretera nacional 340 dejará a la izquierda en el linde entre las provincias de Valencia y Castellón el monolito que se eleva varios metros en ese punto, con el yugo y las flechas que fueran el símbolo del partido único de neta inspiración fascista. Siguiendo en dirección a Barcelona, en la turística población de Peñíscola, el viajero podrá notar que el callejero conserva la toponimia de la dictadura, con su calle dedicada al fundador de la Falange. Sin dejar la ruta, en Vinaroz, las autoridades municipales del PP vienen desplegando una encomiable tarea de recuperación del archivo local pero se las ven y se las desean para rescatar la documentación de la postguerra que desapareció con el cese en 1979 del último consistorio del franquismo; los entonces cesantes afirman ignorar la suerte seguida por los papeles… pero reconocen en privado que resultaban comprometedores para la convivencia del vecindario.

En otras provincias existen casos similares, es posible que en mayor número, pero su proximidad y el ánimo revelado por el diputado Villalonga son sendas invitaciones a que se aplique en la erradicación de unas anomalías que dañan, sí, la sensibilidad cívica periférica hasta el punto de asemejar estas comarcas a un parque temático en el que se recrea el jurásico político.

Y puestos en tarea, merece la pena detenerse en la ciudad de Castellón. Hace escasos años hubo de derribarse un colegio público y construirse en su lugar otro de nueva planta. La mayoría del PP que rige el consistorio aprobó mantener el nombre del anterior centro, Ramón Serrano Suñer, en recuerdo a la vinculación del cuñadísimo con el municipio.

En un caso como éste, ¿debe favorecerse la erradicación de los signos pretéritos o aprovecharlos para ilustrar a las generaciones más jóvenes? La trayectoria del personaje en cuestión, fijada en un texto junto al rótulo del colegio para información de escolares y padres pudiera ser el que sigue: «Artífice de la organización del Estado Nacional y presidente de la Junta política de la Falange entre 1937 y 1942. Ministro de la Gobernación, fue responsable jerárquico de la represión extramilitar sobre los vencidos, la consumada por los falangistas y la practicada por las fuerzas de orden público, la magnitud de la cual llevó el desconcierto al mismo Heinrich Himmler, Reichsfürer de las SS, durante la visita que realizó a Madrid en octubre de 1940 atendiendo a su invitación. Era entonces, además, Ministro de Asuntos Exteriores, admirador del Tercer Reich y encendido partidario de la Italia de Mussolini; jefe de la diplomacia española, le fue indiferente la suerte de los miles de españoles internados en los campos de concentración nazis. Mientras controlaba Gobernación y Exteriores, la embajada española en París instó a la Gestapo a capturar y entregar al president Lluís Companys y al socialista Julián Zugazagoitia, que serían fusilados más tarde.

¿Quién puede dudar del respaldo del diputado por Castellón y del Consejo Valenciano de Cultura, o de quienes en el PP no han emprendido el viaje al centro pero están inequívocamente del lado de la democracia, a esta otra reparación histórica, más acá de 1238 o de 1707, en la enseñanza y en los espacios públicos donde se perpetúa la memoria de una época cercana a los ciudadanos de hoy en el tiempo y en sus consecuencias?

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El pasado, ¿otro país?

(Publicado en EL PAÍS, Comunidad Valenciana, 27 de junio de 2001)

El pasado es otro país, afirma un dicho inglés. El aforismo viene a sostener que la experiencia de la mirada retrospectiva no es muy distinta a un viaje donde contemplamos panoramas diferentes de aquellos en los que se desenvuelve nuestra existencia cotidiana. Cualquier bachiller medianamente formado dudaría de una locución que niega continuidad a las sociedades e ignora el lugar de los antecedentes en las trayectorias individuales y colectivas. El pasado contribuye a explicar el presente, seamos o no conscientes de ello, del mismo modo que la vida sigue aunque lo desconozcamos todo sobre el principio de la relatividad o las funciones del bazo.

A diario descubrimos que son frecuentes las actitudes alentadas por un estado de opinión próximo al aserto inglés, o gracias a la opinión que pretende crear estado. Pensemos en la memoria que se transmite de la guerra civil, los años de plomo del franquismo o el desarrollismo de los sesenta. La primera es asimilada a una fatal incomprensión que ocasionó excesos inconcebibles; de la posguerra suele hacerse abstracción del régimen y se destaca la carestía y el mérito de la supervivencia; de los sesenta queda la imagen en blanco y negro de un raquítico subdesarrollo en vías de superación. Son estampas, en efecto, que parecen extraídas de otro país hasta que, por ejemplo, en los viejos noticiarios logramos reconocer ataviado con uniforme de gala del Movimiento Nacional al hoy presidente de honor del Partido Popular, Manuel Fraga.

A los veinticinco años de la instauración de la democracia persiste la idea de que es preferible no remover cuanto guarde relación con aquellos tiempos. Únicamente la Iglesia católica camina en sentido contrario, con su legión de “mártires de la fe”. El pasado, sin embargo, retorna periódicamente. La exhumación del proceso penal al que se vio sometido el profesor Juan Peset recupera una nueva e ignominiosa página del franquismo. Marc Baldó, María Fernanda Mancebo y Salvador Albiñana son los autores de un encomiable trabajo de recuperación histórica que permite conocer de manera descarnada la naturaleza y los mecanismos de la represión del régimen implantado en 1939. El doctor Peset Aleixandre había sido rector de la Universidad de Valencia de 1932 a 1934 y en 1936 fue elegido diputado a Cortes en las listas del Frente Popular por Izquierda Republicana, el partido que presidía en la provincia de Valencia. De nada le valió su dedicación a tareas humanitarias antes y durante la contienda, ni el auxilio prestado a los perseguidos de las milicias. Por dos veces fue sometido a consejo de guerra en marzo de 1940. La primera sentencia le impuso la pena de muerte y recomendó el indulto. Dos días después la Delegación de Sanidad de Falange remitía al auditor de guerra el texto de una conferencia que Peset había pronunciado en 1937 y lograba una segunda sentencia en la que se omitía la mención a la posible medida de gracia. En mayo de 1941 el Ministerio del Ejército certificaba el “enterado” de Franco y poco después el reo era fusilado.

Procés a Joan Peset Aleixandre proporciona una semblanza del personaje, analiza el proceso sumarísimo e incluye una reproducción facsímil del expediente. La publicación de un material tan revelador ha estado acompañada de un merecido homenaje universitario. La ocasión ha servido para que el actual rector anunciara que la Universidad reclamará al ministro de Defensa la revocación de la sentencia por la que se condenó a su lejano predecesor, un hombre bueno en el más exacto sentido machadiano.

Las reparaciones históricas poseen un poderoso carácter simbólico. Todos sabemos que no mueven un ápice los hechos ni sus efectos sino que más bien sirven al presente y buscan proyección de futuro. La genuflexión de Willy Brandt ante el monumento al ghetto de Varsovia en 1970 hizo más por la reconciliación alemana con los judíos y los polacos que muchas palabras. La coherencia es un requisito de cualquier reparación y en su ausencia anida la sospecha de oportunismo. Juan Pablo II ha pedido perdón por los excesos de la Inquisición en siglos pasados a la vez que mantenía la condena que en 1985 impuso la Congregación para la doctrina de la fe al franciscano Leonardo Boff por un libro sobre la teología de la liberación. La exigencia de rectificación debe evitar también situaciones extemporáneas. Hace algunos años varios diputados autonómicos pretendieron que el rey Juan Carlos se disculpase por la actuación de Felipe V en la guerra de Sucesión que condujo a la supresión de los fueros valencianos en 1707. El gesto simbólico –lo era ante todo pensando en los electores- procedió de políticos que inesperadamente mudaban la condición de ciudadanos por la de súbditos y esperaban nada menos que un favor real en razón de la continuidad dinástica, con olvido de que la legitimidad institucional de la monarquía y sus funciones nacían de la Constitución de 1978. Por una lógica similar podía esperarse de las autoridades universitarias que pidieran público perdón por las expulsiones y otras persecuciones dispuestas o permitidas por los rectores durante la etapa franquista contra profesores y estudiantes. Al parecer la política mediática reclama prácticas gestuales. Pero sería desconcertante descubrir que el ministro de Defensa pueda ser hoy ser considerado sucesor de la autoridad militar establecida en 1939 y posea competencias para enmendar o anular sentencias de entonces.

Al solicitarse la revisión de un juicio de clara naturaleza política se hace entrar el caso del doctor Peset en el terreno de los errores judiciales que deben ser reparados, pero  eso solo es posible haciendo abstracción de la situación general que comprendió a los vencidos y se cobró decenas de miles de vidas. ¿Por qué no revisar cada una de las sentencias condenatorias dictadas por los vencedores? Y puestos a retrotraer los principios del estado de derecho que nos rige, ¿se revisarían también los juicios celebrados por los tribunales populares durante la guerra sin garantías procesales para los detenidos? Además de concluir que el horror es un error, ¿habremos mejorado nuestra comprensión de los fenómenos que explican esa página del ayer?

La petición al ministro la encabeza un historiador que seguramente no ha olvidado las sencillas reglas del oficio en los casi tres lustros que lleva de dedicación a tareas de gestión académica. No faltará quien conjeture que el gesto guarda relación con la agenda pública futura de quien en unos meses ha de abandonar la condición de rector.

Cuando es posible encontrar más información sobre los años de posguerra en la canción de Joaquín Sabina “De purísima y oro” que en el bagaje cultural de la mayoría de los universitarios, más valdría devolver la memoria sobre parcelas del pasado en lugar de pensar en abolirlo selectivamente. Y antes de que la razón pragmática acabe de adueñarse de nuestras universidades, bien podrían ofrecer a cuantos estudiantes lo desearan la oportunidad de conocer los dos últimos tercios del siglo XX español, sin ocultamientos ni prejuicios, teniendo por objetivo la formación de un pensamiento informado y crítico, el que se espera de un profesional, mejor, de todo ciudadano. Porque el pasado es otra forma de comprender el mismo país.

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La innombrable deuda interna

(Publicado en EL PAÍS, Comunidad Valenciana, 28 de mayo de 2001)

En la película Sopa de ganso el Congreso de Freedonia, decidido a endeudarse para bajar los impuestos y dar satisfacción al pueblo, atiende la imposición de la principal acreedora del país y nombra presidente a Rufus T. Firefly (Groucho Marx), a quien considera el consejero más capacitado (“Ese es un concepto bastante amplio”, apostilla Groucho). Y como el estado de cuentas del país podría entenderlo un niño de cuatro años, el nuevo mandatario, verdadera luminiscencia (firefly, luciérnaga), en su primer consejo de ministros decide pasar el tema a un niño de cuatro años porque él no entiende nada.

Algo de esto sucede con las cuentas de la Generalitat Valenciana, cuyo nivel de endeudamiento y el procedimiento seguido hasta alcanzarlo han hecho saltar la alarma. La Comunidad Valenciana ostenta el raro privilegio de ocupar el tercer lugar por volumen de endeudamiento autonómico, el segundo en deuda por habitante y el primero en deuda en relación al Producto Interior Bruto (PIB), que viene a indicar la capacidad de enjugarla en el futuro. Resulta ahora que tenemos la más keynesiana de las derechas españolas y, enfrente, una izquierda preocupada por la contención del gasto público. ¿Será eso verdad? En medio del barullo y de los titulares que nos recuerdan que una parte del porvenir ha quedado hipotecado, lo que falta es luz sobre el destino del gasto realizado: sería interesante conocer si se ha dirigido a inversiones con efecto de arrastre en el crecimiento económico y en la creación de empleo, si atiende insuficiencias históricas en servicios básicos, o, por el contrario, si hemos asistido sin saberlo a un trasvase de capitales del sector público a negocios privados al estilo de la deuda española del siglo XIX, cuando no cesaba de engordar con las generosas subvenciones a las compañías ferroviarias hasta que su atención financiera reclamó el 52% del presupuesto del Estado. No es esta, sin embargo, la única deuda que soporta el País Valenciano.

A diferencia de lo que sería habitual en cualquier lugar del mundo, quizá con la excepción de Freedonia, el Gobierno de la Generalitat exhibe entre sus mayores éxitos haber logrado que nuestra Comunidad permanezca en el grupo de las regiones europeas de menor desarrollo económico, aquellas que tienen un PIB inferior al 75% de la media europea y merecen la calificación de Objetivo 1. Tan discreto resultado tiene su compensación en las cuantiosas ayudas que se reciben, los fondos estructurales, destinados a disminuir las disparidades regionales en favor de una auténtica integración.

La Comunidad Valenciana fue considerada Objetivo 1 en 1989, 1994 y 2000, sin que al parecer las ayudas recibidas -unos 352.480 millones de pesetas de subvenciones europeas del programa FEDER y casi otro tanto de la administración nacional en diez años- hayan servido para elevar significativamente los indicadores económicos, pues el PIB ha crecido entre 1985 y 1999 en una línea muy parecida a la media española a pesar de las ventajas que se han disfrutado. En estos años se han atendido déficits en infraestructuras de aguas y transporte, y en medida mucho menor se ha dirigido a la formación de capital humano y a la promoción del turismo o el desarrollo rural, que cuenta con programas especiales.

Según indicaba un estudio de los profesores de la Universidad de Valencia Ismael Fernández y Elena Herrera, el que la Comunidad Valenciana consiguiera renovar la condición de Objetivo 1 para el periodo 2000-2006 iba a depender de “pequeñas modificaciones estadísticas”, entre ellas cómo se hiciera el cómputo de la población o la evaluación de la economía sumergida. Después de todo, la Fundación de investigaciones económicas de las Cajas de Ahorro reconocía en 1999 a nuestra comunidad un PIB per capita del 80,04 de la media europea, más de cinco puntos por encima de la línea divisoria. Al margen de la flexibilidad estadística, un arte antes que una ciencia, la explicación oficial del endémico “atraso” valenciano remite paradójicamente a la vitalidad que conoce nuestra economía, capaz de atraer inmigración hacia sectores basados en el empleo intensivo de trabajadores con baja cualificación educativa. De la explicación oficial se deduce la calidad de los empleos creados en estos años y el fracaso en la elevación de la productividad por ocupado, a la vez que se alarga la sombra sobre un ritmo de crecimiento económico insuficiente para compensar los efectos de la llegada de población de rentas bajas. Pero existe otro factor que “deprime” en términos estadísticos los indicadores de la economía valenciana. Nos referimos a las comarcas de interior y al crecimiento de la última década, que ha seguido siendo muy desequilibrado en términos territoriales. Si la inversión privada, industrial y residencial, se localiza en las comarcas costeras, otro tanto sucede con los fondos estructurales europeos que son recibidos para potenciar y favorecer la cohesión territorial pero se destinan en muy escasa medida a las comarcas menos favorecidas.

El mecanismo opera del siguiente modo: quienes con su mayor pobreza relativa generan las ayudas comunitarias gracias a sus indicadores socioeconómicos, quedan condenados a experimentar de algún modo lo que las teorías de la dependencia de los años sesenta llamaban “desarrollo del subdesarrollo”. Los fondos, entre tanto, se canalizan a proyectos de las zonas mejor dispuestas, las grandes y medianas ciudades, las áreas turísticas, las zonas industriales y portuarias, los centros de mayor índice de actividad económica y donde más posibilidades existe de que repercutan en el crecimiento económico, desde luego de sus receptores. De otra parte, como las ayudas europeas se conceden a partir de Planes de Desarrollo Regional en lugar de dirigirse a proyectos concretos, los expertos afirman que se hace difícil el seguimiento de los resultados y la reconstrucción de la política seguida por las autoridades indígenas.

El criterio de asignación de recursos es impecable en términos de eficacia inversora: promover las acciones que poseen mayor capacidad de arrastre económico, poco importa si se concentran en el litoral o en un determinado eje viario; la Comunidad Valenciana, en su conjunto, saldrá ganando aunque se acentúen sus desequilibrios internos. Pero esa lógica contradice los fines de la cohesión económica y social comunitaria, pues aplicada a la Unión Europea, las ayudas se hubieran concentrado en Renania, Lombardía y cada una de las restantes regiones ricas del continente. También alguien precisa aquí un niño de cuatro años que lo explique.

Cuesta imaginar que esta asignación asimétrica de recursos –la relativa pobreza de unos genera las ayudas que sirven para reforzar la relativa o no tan relativa riqueza de otros- haya respondido a un plan intencionado que posibilitara seguir disfrutando hasta el año 2006 de los fondos europeos. Pero las inversiones comunitarias apenas han llegado a las comarcas interiores, un amplio territorio que no debe convertirse en el patio trasero de un país en el que tanta tinta se ha empleado a propósito de su vertebración. ¿O acaso alguien cree que ésta vendrá dada por la creación de la Academia de la Lengua?

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Elogiemos a hombres famosos

(Publicado en EL PAÍS, Comunidad Valenciana, 24 de abril de 2001)

Una de las funciones más evidentes asignada a la Historia consiste en ordenar el combate permanente que la memoria libra con el olvido. En la elegía Elogiemos ahora a hombres famosos el escritor norteamericano James Agee se ocupaba de las existencias corrientes ocultadas por la ausencia de esos actos que se tienen por memorables, y les dedicaba las siguientes palabras: “hay quienes no han dejado ningún recuerdo; que perecieron como si nunca hubieran existido; y han desaparecido como si no hubieran nacido nunca; y sus hijos después de ellos”. Existen sociedades que también se permiten ignorar las individualidades que jalonan su pasado.

A diferencia de otras culturas, la valenciana carece de un verdadero panteón oficial de hijos ilustres en sus diversas categorías de dioses menores, héroes y figuras emblemáticas de las artes, las ciencias y las letras.

Posiblemente no debamos lamentarlo. El buen rey Jaume, el milagrero Vicent Ferrer, el discutido y más universal de sus escritores, Vicente Blasco Ibáñez, ocupan por aproximación ese papel. Los aspirantes son sometidos a un proceso de apropiación selectiva, de exaltación beatífica y de conversión en símbolos susceptibles de asumir un papel ejemplarizante o de refuerzo de una identidad. Los románticos del siglo XIX y los autores renaixentistas hicieron lo posible por ampliar la nómina. El empeño apenas sirvió para llenar los callejeros de las ciudades con nuevos rótulos, carentes hoy de significado pues nada ilustra las personalidades que dan nombre a las vías excepto por la valenciana costumbre de añadir el oficio al que debió lafama.

Los herederos de la empresa romántica buscan crear una liturgia laica como parte de un imaginario colectivo que muy a su pesar resulta indiferente a la mayoría de quienes debieran reconocerse en él. Recurren a la exaltación desmedida y fabrican santones por elevación de anécdotas a categorías. Sin el menor decoro, prescinden de cualquier mirada distante y lo mismo convierten a un literato esforzado en símbolo de las letras universales como se entusiasman recordando a un banquero franquista o reivindican a un desaprensivo pontífice del renacimiento presumiendo el poder que presuntamente tuvo este país sin preguntarse quién lo detentó. Y sin embargo existe una amplia nómina de hombres y mujeres cuya huella, lejos de usos instrumentales, merece ser recobrada como parte de una memoria crítica que contribuya a explicarnos lo que hemos sido y a lo que algunos dieron lugar. De uno de esos casos se ocupa la historia que sigue.

Nuestro personaje salió un día de Borriol a recorrer el mundo al servicio a la Corona, cuando la carrera de armas se tenía por un oficio noble, garantía de riesgo y ventura para hidalgos sin fortuna. Eran tiempos en los que no se podía confiar en más putter que en la espada y el mejor green se encontraba en las inabarcables posesiones de ultramar. A ellas se dirigió a comienzos del siglo XVIII José Caballero y Brueso, nacido en Borriol en 1676. Atrás quedaba un conflicto dinástico, civil y foral que le fue indiferente -no lo sabemos- o que le llevó a tomar parte por los Borbones, lo más probable.

En La Habana, Caballero sentó plaza y alcanzó el empleo de coronel en jefe de ingenieros. Las campañas militares le llevaron a la Florida y le tocó en mala suerte participar en la defensa de Pensacola de 1719 ante los franceses, quienes lo hicieron prisionero. Devuelto a Cuba, se le confió la dirección de importantes obras de ingeniería, como el castillo del puerto de Jagua y la terminación del recinto amurallado de la capital. Casó en la isla y en ella nació Bruno José, fiel émulo del padre, así en la profesión como en el infortunio: fue teniente coronel y en 1762 vivió la entrega de La Habana a los ingleses.

La prole de la tercera generación de los Caballero, oriundos de Borriol y habaneros de adopción, fue extensa y rica en merecimientos. Si hasta entonces se hizo buena –y redundante- la sentencia cervantina de que “más propias son de los caballeros las armas que las letras”, a los hijos de Bruno les tocó vivir la época en que la región fue ganada para el azúcar. Mientras se extendían las plantaciones y se poblaban de negros esclavos, la familia pasó de las armas al cabildo y a la Iglesia. Luis Ignacio fue regidor perpetuo de La Habana, alcalde ordinario de la ciudad e inició un expediente de nobleza. En esa posición, pudo casar a su hija con un coronel de milicias, Antonio de la Luz. Del hijo que tuvieron nos ocuparemos después de atender al séptimo vástago de Bruno, José Agustín Caballero.

José Agustín, nieto del borriolense, siguió la llamada de la Iglesia, destino frecuente de quienes ocupaban un lugar rezagado en las familias numerosas. Fue doctor en teología y destacó en la enseñanza de la filosofía en el Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio, la principal institución educativa de la colonia, de la que fue su director. Genuino representante de la Ilustración habanera, perteneció a la Sociedad Patriótica, creada a semejanza de las Sociedades Económicas de Amigos del País, y fue el maestro de las cultivadas élites insulares. A él se debe el primer proyecto de autonomía para la isla. Pero la figura del egregio educador está asociada a la formación de un sobrino nieto, José de la Luz y Caballero, cuya presencia se atisba y abandona al concluir el párrafo anterior.

Luz y Caballero nació en 1800 y falleció en 1862. Después de pasar por el seminario que dirigía su tío, ocupó la cátedra de filosofía antes de emprender viaje a Estados Unidos y a Europa. Aquí conoció a figuras tan señeras y distintas como Humboldt, Goethe, Michelet y Walter Scott. En París lo mismo se ocupó de adquirir instrumental de laboratorio como fue  editor de los viajes a Oriente de Volney. De regreso a Cuba participó en el movimiento liberal reformista, escribió en publicaciones prestigiosas, redactó un valiente alegato en defensa de la primacía de la ley con el que pretendía evitar el destierro de un amigo, se tituló de abogado y fue secretario de la sociedad que introdujo el ferrocarril en Cuba siete años después de Inglaterra y once antes de que lo hiciera España. Pero su principal dedicación fue la educación. Fundó el Colegio del Salvador, dotado de los métodos más modernos y guiado por la inquietud de enseñar a razonar. Y es que nuestro autor es el primer filósofo cubano y el intelectual que ideó un sistema de transmisión de conocimientos que dejaba atrás el escolasticismo y partía de la observación y de las ciencias físicas para acabar en el cultivo de la lógica. La obra escrita debió servirse en ocasiones de pseudónimo, pues sus ideas entraron en conflicto con la mentalidad colonial de las autoridades.

José de la Luz y Caballero, de los Caballero de Borriol, pasa por ser el primer pensador que en Cuba reflexionó sobre la singularidad del “criollo”, que es el nombre que se dieron los americanos cuando comenzaron a pensarse diferentes. Por ello, y con razón, se le considera el precursor del nacionalismo de su país, el mismo que medio siglo después expresó en inequívocos términos políticos el descendiente de otro valenciano, José Martí.

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El presidente parte a la cruzada

(Publicado en EL PAÍS, Comunidad Valenciana, 12 de marzo de 2001)

Cuenta Amin Maalouf que la llegada a Oriente a finales del siglo XI de unos centenares de caballeros y decenas de miles de andrajosos fanáticos despertó fuerte prevención, seguida de horror por la toma de Jerusalén un día de julio de 1099. Durante dos jornadas los cruzados se entregaron a la matanza de los supervivientes y al saqueo de la ciudad que decían venerar. Degollaron a hombres, mujeres y niños, no respetaron a los imanes y a los ulemas, ni siquiera a los piadosos ascetas sufíes, destruyeron las mezquitas y se apoderaron de las riquezas. A la principal sinagoga, convertida en refugio de la comunidad judía, le fueron bloqueadas las puertas y se le prendió fuego, dándose muerte a quienes lograban escapar. Los sacerdotes cristianos de ritos orientales, custodios de la iglesia del Santo Sepulcro, fueron presos y torturados hasta que confesaron y entregaron la reliquia de la santa cruz. La conquista de Jerusalén por los cruzados se cobró más de diez mil víctimas “inocentes”. “Dios lo quiere” había dicho cuatro años antes el Papa cuando llamó a la “guerra santa” contra los infieles. Comenzaba entonces una lucha que se prolongó durante dos siglos y concluyó en la séptima cruzada que llevó la guerra de religión al norte de África de la mano del rey de Francia, a quien pronto Roma elevó a los altares con el nombre de San Luis.

En ese clima, mezcla de espiritualidad y ambición de dominio, se inscribió la conquista cristiana de la España andalusí. También Castilla tuvo su San Fernando y no faltó quienes postularon la beatificación de Isabel la Católica, la reina que conquistó Granada a los moros, libró al país de los judíos y ganó un nuevo mundo para la cristiandad. De aquella pretensión dio cuenta Alejo Carpentier en la novela El arpa y la sombra.

En los tiempos actuales está de más discutir a una institución en la que se mira una parte importante de la sociedad la facultad de regirse por sus propias normas. ¿Quién puede cuestionar el derecho de la iglesia católica a seleccionar de entre sus muertos -como los budistas hacen entre los vivos- las encarnaciones de la santidad, y rendir a éstos toda la devoción que los atormentados espíritus precisen en la búsqueda de consuelo? La certeza de que existen almas que por sus merecimientos gozan fehacientemente de la presencia de Dios e interceden ante su misericordia por los humanos forma parte de las creencias católicas. Por inverosímil que resulte a los agnósticos, la idea es merecedora de respeto. Gracias a ello disfrutamos además de una prodigiosa imaginería. Nada cambia el hecho de que durante siglos, cuando la iglesia tuvo la fuerza de su lado, se mostró implacable en la persecución de cuantos no compartían el credo oficial o su autoridad en asuntos terrenales. Por ninguna otra causa se ha derramado tanta sangre en la historia de la humanidad, dicen que dijo el ilustrado, aquél que ante el paso de una custodia descubrió su cabeza y dirigiéndose a sus escépticos acompañantes, explicó su conducta: “No nos hablamos, pero nos saludamos”. En ello consistía el ideal laico de la cortesía civil, así desde la distancia como de la comunión en los dogmas.

La iglesia de Roma, en uso de sus ritos, ha elevado a los altares a 233 personas muertas durante la guerra civil en el lado republicano, a los que el proceso de beatificación califica de “mártires de la fe”. Apenas constituyen una avanzadilla de los diez mil españoles que merecerán igual reconocimiento. Durante la Segunda República, la iglesia oficial y muchos católicos atrajeron sobre sí la ira de organizaciones y personas de la izquierda después que se hubiera mostrado beligerante frente al nuevo régimen y a sus reformas. Durante seis años alentó el repudio hacia el adversario político e ideológico y puso su influencia moral y sus medios de comunicación al servicio de las opciones más derechistas, poco o nada respetuosas con el orden constitucional y los valores democráticos. Si antes de 1936 fomentó la división civil, una vez tuvo lugar el alzamiento militar, bendijo la causa de los sublevados y la calificó de “cruzada”, de guerra santa contra los enemigos de Dios y de la patria.

La iglesia sufrió un elevado número de víctimas entre sus clérigos y uno mucho mayor entre sus fieles, a los que guió por una senda arriesgada. No sólo guardó silencio ante los crímenes del lado “nacional”, sino que los capellanes castrenses asistían a los reos diciéndoles que una muerte cierta, gracias a su inminente fusilamiento, les proporcionaba el raro privilegio de ganar el cielo con su arrepentimiento, como publica Julián Casanova en su reciente libro La Iglesia de Franco.

El tema siempre ha traído a mi memoria la inscripción de la losa bajo la cual, en la capilla de un pueblo valenciano, se guardan los restos de uno de los nuevos beatos, “inhumanamente fusilado… por la revolucionaria locura marxista”. La adjetivación, grabada en el mármol para las generaciones venideras, sin afirmarlo, viene a decirnos que se produjeron fusilamientos humanos, quizás los de un lado, justificados por una causa religiosa, y otros inadmisibles, como aquél, que en efecto lo fue. Viene también a señalar un culpable, poco importa la inexacta atribución ideológica, doblemente responsable, por loco y revolucionario. Nada nos dice, ni al parecer recoge el proceso de beatificación, sobre la jerarquía eclesiástica de los años treinta, que con su acción desmedida y el desprecio por las almas que no podían ser ganadas, auspició el sometimiento y la aniquilación purificadora de los cuerpos que las albergaban e, insensatamente, contribuyó a desencadenar sufrimiento y hasta su misma persecución. Por más que el crimen sea sólo crimen.

Allá los fieles veneren como deseen a los suyos. Pero, ¿qué hace en el Vaticano, en representación de los valencianos, de todos, creyentes y agnósticos, católicos y mormones, votantes suyos o de otros partidos, Eduardo Zaplana? Se dirá que sigue una costumbre nacida en los estados confesionales que lleva a las autoridades políticas del lugar de procedencia de los canonizados a asistir a un acto de exaltación religiosa. Pero sobre la beatificación de estos 226 valencianos pesa la sombra de la participación o, en el mejor de los casos, de su utilización en una pugna política. Su martirio no fue muy distinto del que se infringió a los cruzados en el pasado. En efecto, bastantes morían por sus convicciones pero también porque éstas les habían llevado a actuar de un determinado modo que tenía consecuencias indeseadas sobre los demás.

Los ahora beatos fueron a un tiempo víctimas de la furia anticlerical y de la iglesia oficial, como hoy los son de la “verdad” histórica. Sea por una buena causa, sí, pero ¿cuál?. Con su presencia en Roma, ante el Papa, el presidente de la Generalitat se suma a la vieja cruzada del 36 y pierde la oportunidad de marcar distancias respecto a una maniquea interpretación del pasado, una versión que no sólo es impugnada por la mayoría de los historiadores y un amplio sector de la sociedad civil, sino que mereció la reprobación de Juan XXIII y de Pablo VI, que paralizaron el proceso ahora  impulsado. El poder tal vez valga una misa.

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La quimera del agua

(Publicado en EL PAÍS, Comunidad Valenciana, 23 de enero de 2001)

En la tercera década del siglo XIX el escritor inglés Thomas de Quincey llegó a considerar el asesinato como una de las bellas artes. Ante el reproche que se le dirigió de cultivar la extravagancia, se amparó en el antecedente de Jonathan Swift, quien un siglo antes había sugerido resolver el problema del excesivo número de niños irlandeses que se apiñaba en los orfelinatos mediante un plan consistente en cocinarlos y comérselos, con gran ahorro para el país y ventaja al paliar el problema del hambre. “El exceso de la extravagancia sugiere continuamente al lector el carácter aéreo de la especulación y ofrece el medio más seguro para desengañarlo del horror que de otra manera podría sentir”, hubo de justificar después De Quincey.

Las habilidades literarias capaces de facilitar un pequeño jeu d´esprit se convierten en un sarcasmo o en un incomprensible contrasentido cuando se adueñan de la retórica política con la que se presentan decisiones destinadas a modificar las realidades cotidianas. Uno de los últimos empeños del Partido Popular consiste en someter a consideración de los ayuntamientos valencianos un manifiesto en respaldo al controvertido Plan Hidrológico Nacional. Pretende con ello que los socialistas se definan, sometidos como están a fuertes presiones territoriales en el asunto. El manifiesto popular explica la política de trasvases insertándola en un proyecto de desarrollo sostenible, una de esas nociones que cuando se introduce en el debate público no puede soslayarse debido a la racionalidad que lleva implícita: un desarrollo que preserve los factores que lo hacen posible y restituya las condiciones que favorecen la actividad humana.

Promover trasvases entre cuencas hidrográficas en nombre del desarrollo sostenible es casi tan extravagante como ejecutar reos en aplicación de los derechos humanos, o tomar al pie de la letra las irónicas propuestas de los escritores antes citados. El agua es un recurso cuya demanda potencial rara vez queda satisfecha cuando en su libre disponibilidad descansan muchas de las expectativas de crecimiento económico de un territorio. El abastecimiento de la población y la mejora de la calidad de las aguas potables, una agricultura comercial intensiva, los usos industriales y la expansión de un sector terciario donde el turismo ocupa una posición dominante obligan a acometer importantes infraestructuras en los próximos años aprovechando los fondos estructurales europeos que en 2006 tienen fecha de vencimiento. El último Programa Operativo redactado por la Generalitat para justificar las ayudas comunitarias señalaba las limitaciones actuales y futuras de agua como una grave amenaza que podía estrangular el desarrollo económico y social de la Comunidad Valenciana.

En el período 1994-1999 las inversiones en infraestructura hidráulica en nuestra comunidad, realizadas básicamente por la Administración Central gracias a los fondos europeos para el desarrollo, superaron los 32.000 millones de pesetas. Lo mejor, sin embargo, está por llegar: el Plan Hidrológico Nacional y una de sus ramificaciones inmediatas, el trasvase Júcar-Vinalopó que desde Muela de Cortes discurrirá por el interior valenciano sesenta y siete kilómetros hasta Villena, a la espera de una segunda toma de aguas a la altura de Antella con los sobrantes recibidos del Ebro.

El Ministerio de Fomento, con el beneplácito de la Generalitat Valenciana, se dispone a obsequiar a las comarcas interiores con una notable obra de ingeniería cuyo coste se evalúa en 40.000 millones de pesetas. La conducción abrirá en canal, de norte a sur, seis términos municipales poco habituados a recibir inversiones públicas y la atención de los medios de comunicación: Corte de Pallás, Teresa de Cofrentes, Ayora, Enguera, La Font de la Figuera y Villena. Para encontrar un precedente a la tropa de empleados que se aguarda para ejecutar las obras hay que remontarse a las guerras de la Unión y de Sucesión, o a la llegada en el siglo XVII de los ejércitos reales para aplastar la rebelión morisca del Valle de Ayora y la Canal de Navarrés.

El proyecto señala el déficit de aguas de las comarcas del Vinalopó, Alacantí y Marina Baixa y el peligro que encierra la actual sobreexplotación de acuíferos. Aconseja por eso el trasvase de 80 hectómetros cúbicos anuales para atender las necesidades de los regantes meridionales y, en menor medida, el abastecimiento a la población de la Marina Baixa, al que se destina una octava parte del agua trasvasada.

Las asociaciones de defensa de la naturaleza de la zona –las otras andan muy ocupadas en la protección de los jardines de sus ciudades-, las sociedades de regantes y los agricultores que se sirven del Júcar o de los acuíferos del macizo del Caroig, movilizadas con firmeza, alegan que se busca abastecer una cuenca deficitaria con el trasvase desde otra cuenca sin sobrantes que requiere además de cierto nivel de embalsamiento en cabecera para atender la refrigeración de la planta nuclear allí existente.

Las alegaciones y los estudios de impacto ambiental han logrado introducir algunas modificaciones en la idea inicial, pero el problema sigue vivo: el temor de las gentes a perder recursos necesarios para la agricultura y la profunda sospecha de que el destino final del trasvase es el abastecimiento de los puntos turísticos del litoral, entre éstos, la gran operación urbanística promovida en torno al parque temático “Terra Mítica”, pues el volumen de agua ahora previsto será insuficiente frente los 400 hectómetros que se estiman necesarios en el área alicantina dentro de diez años. La obra dejará además la cicatriz que ha de recorrer un paraje natural de gran valor medioambiental, en el que se cifran las esperanzas de un desarrollo interior que no reproduzca el ejemplo de Cofrentes y su raro privilegio de albergar un balneario con vistas a la central nuclear, situación digna de figurar entre las fantasías de Homer Simpson.

En esta fiebre del agua que se ha desatado, cuando se habla de ofrecer un bien escaso y tan preciado, cuantos escuchan se ven a sí mismos entre los receptores. La oferta política encuentra en un tema como éste la materia adecuada para practicar un ejercicio continuado de ilusionismo, ante el que es difícil oponerse sin despertar la incomprensión de los potenciales beneficiarios. Pero sin garantizar el abastecimiento de la actual población, y carentes de un plan integral de ordenación del territorio, uno tras otro los municipios orientados al turismo amplían la superficie edificable y ven crecer su población gracias a los empleos que se crean, a la atracción turística y a los nuevos residentes de la tercera edad. El modelo de desarrollo escogido, depredador, dista de ser sostenible y se mira en Benidorm, esa urbe inclasificable con sueños de verdes superficies y campos de golf en un paisaje mediterráneo degradado y semiárido, donde el crecimiento exponencial del precio de la tierra la convierten en un nuevo El Dorado para quienes ni siquiera ocultan su proximidad al poder autonómico con el que comparten inversiones. También aquí “el exceso de la extravagancia sugiere continuamente al lector el carácter […] de la especulación”, pero ni siquiera le libra “del horror que de otra manera podría sentir”.

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